Nacía una esperanza.
La
esperanza que el mundo civil tenía en la Conferencia de Naciones Unidas para el
Desarrollo Sostenible (CNUDS) Rio+20 acabó derrumbándose. Las expectativas
sobredimensionaron la voluntad política de los países allí reunidos. El punto
hacia el no retorno se acerca, y el mundo lo mira con indiferencia, con
desgana, con total desconocimiento de las consecuencias para la vida en el
planeta tierra.
Veinte
años atrás, quizás en la Conferencia de Naciones Unidas para el Desarrollo
Sostenible más productiva de todas las relacionadas con la temática ambiental, reunida
en Río de Janeiro (Brasil), los países que hacen parte de Naciones Unidas se
comprometieron con la protección de la biodiversidad y la disminución de
emisión de gases efecto invernadero. La esperanza de retroceder el ritmo de
destrucción de la vida era presumible para los años siguientes.
20 años, y sin avances en materia
ambiental.
Para
2012, los retos estaban por el lado de los combustibles fósiles utilizados para
la generación de la energía que consume el mundo. La magnitud en la extracción
y quema de petróleo, gas y carbón explica la disminución de la biodiversidad
del planeta, exacerba conflictos nacionales e internacionales, los gases
liberados aportan al cambio climático, y la contaminación del aire afecta la
salud humana. Nada ha cambiado desde Río 1992.
La Agencia Internacional de Energía estima que para el 2050 al menos 70% de la energía que se consumirá en el mundo se seguirá obteniendo, como hoy, a partir de la quema de combustibles fósiles. La OCDE va más allá, y cree que la participación de combustibles fósiles no será menor de 85%.
El cambio de generación de energía con fuentes fósiles hacia energías renovables es imperativo. Incentivos desde el punto de vista económico, consciencia de las consecuencias de la inacción, y voluntad desde el punto de vista político para corregir los fallos que se presentan dentro del mercado son algunas de las propuestas para cambiar la agresiva emisión de carbono.
El
mundo necesitaba que en la reunión de Río+20 los países se comprometieran a
cambiar su mix energético hacia fuentes renovables, y un primer avance era el
desmonte al subsidio de combustibles fósiles, presente en la mayor parte de
economías del mundo. No hubo acuerdo para ello. Incluso, hubo posiciones como
la de Venezuela que defienden los combustibles fósiles como eficientes y
sostenibles. Estas declaraciones, aunque parezcan aisladas, irresponsables e
irracionales, en la práctica explican los resultados de la CNUDS.
Por
otro lado, el mundo sigue sin tener una organización que tome en serio los
asuntos ecológicos y ambientales. La propuesta de Francia para crear una
agencia que fuese el organismo especializado en el manejo del medio ambiente
mundial dentro de Naciones Unidas, buscando trascender el actual Programa de
Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), y con la intención de generar
instrumentos que obliguen a las economías del mundo a poner límites a los
procesos económicos, no tuvo eco en la CNUDS del 2012. Nada cambió en materia
institucional.
Río+20
tampoco logró conseguir los recursos necesarios para financiar la conservación
de bosques tropicales a través de mecanismos REDD. La creación de un fondo de
US$30.000 millones anuales, provenientes de diferentes fuentes quedó frustrada.
Mantener en pie los bosques será cada vez más difícil en los países del Sur.
La
apuesta de la economía verde, título floreciente dado a la declaración emanada
en Río, tampoco será obligatorio. Se exhorta a los países para que enfoquen sus
políticas hacia el crecimiento verde, pero será voluntario.
En Colombia, nada que celebrar.
Colombia,
mientras tanto, celebra que su propuesta de Objetivos de Desarrollo Sostenible
(ODS) haya sido acogida dentro de la declaración. Reemplazarán a lo
extensamente conocidos Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), planteados
hasta el 2015. Los ODS serán, como los ODM, voluntarios. Al igual que la
propuesta de economía verde, en nada resuelve los problemas ambientales que
aquejan el planeta tierra.
Pero Colombia se destacó por ser uno de los 6 países menos sostenible. Si se descuenta
de la producción económica la destrucción del capital natural, el crecimiento
de su economía es negativo en términos per cápita. Colombia, entre 1990 y 2008,
incrementó su PIB en un 35%, pero capital natural disminuyó 31% bajo las
mediciones del nuevo Índice de Riquezas Inclusivas (IWI, por sus siglas en
inglés).
La
noticia no ha tenido mucho eco, pero significa que el crecimiento económico
basado en extracción de commodities no es sostenible, destruye el capital
natural y no se repone, deteriora ecosistemas y la biodiversidad del país. Los
recursos naturales son finitos y tienen un valor, y su destrucción priva del
disfrute de estos recursos a futuras generaciones, por lo que hay que
descontarlo del crecimiento económico.
Colombia
está lejos de ser una economía que respete su capital natural, así se precie de
ser un país megadiverso. Producir a costa de su riqueza natural, en esencia,
no es crecer. La trayectoria a largo plazo de la economía basada en la
extracción de recursos naturales está condenada al fracaso, y a la destrucción
de la vida misma. En Río+20, por tanto, Colombia también perdió.
Retos locales, incertidumbre global.
Ante
el fracaso de la CNUDS en Río+20 no hay esperanza en la solución del deterioro
global desde el escenario político internacional. Las esperanzas están puestas
ahora en la iniciativa privada de las empresas y las familias. Mejoras en la
eficiencia energética de la región, investigación y desarrollo que se enfoque
en fuentes alternativas de energía, un menor consumo per cápita de la población
mundial que disminuya la presión sobre los recursos naturales, y el pago por
servicios ambientales para conservación de ecosistemas pueden ser las alternativas, que desde el
sector privado, pueden revertir el deterioro ambiental que experimenta el
planeta. El riesgo que se corre es que, desde lo local, no se evidencie la
magnitud del problema, y el deterioro ambiental termine sobrepasando
la voluntad de la iniciativa privada.
El
gran perdedor de los tenues consensos de Río+20, sin lugar a dudas, es el planeta tierra y la vida
que alberga. El deterioro de las condiciones del ambiente que permiten la supervivencia
de las especies es cada vez más notorio, y el punto de no retorno está cada vez
más cerca. Cada segundo que pasa la tierra es menos capaz de mantener la vida
en su faz, y el hombre es el único responsable de que se agote. Lo paradójico
es que intenta darle la espalda en cada oportunidad que tiene de oxigenarla.