Por: Hernán Felipe Trujillo
Quintero
Las imágenes de las últimas semanas son escalofriantes: miles de hectáreas
de bosque húmedo amazónico se pierden en todo Sudamérica. En el 2019 la
deforestación de la Amazonía del Brasil ya sobrepasó el millón de hectáreas, en
Bolivia las llamas se han consumido unas 500 mil hectáreas y en Perú la
deforestación en este bioma superó las 100 mil hectáreas. Es un fenómeno sin
tregua donde no importa la tendencia política. Sus gobiernos, de variopintas vertientes,
se preocupan en escenarios internacionales por canalizar recursos de cooperación
en temas de conservación para la Amazonía (aprovechando las denominadas “preocupaciones
comunes”), pero al mismo tiempo, generan incentivos perversos que degradan día
a día el territorio más biodiverso del mundo. En adelante, intentaré contextualizar
el caso colombiano.
Las zonas de Colombia donde se abrazan los bosques húmedos tropicales de la
Amazonía con las montañas andinas son cada vez menos biodiversas, sus suelos
pierden los pocos nutrientes que contienen y fluye menos agua que en años
anteriores, fenómenos que se han acelerado en el nuevo siglo por la deforestación.
Sus causas pueden resumirse en dos elementos: las reglas definidas por el
Estado para la propiedad rural y la rentabilidad de las actividades económicas.
En la primera, el Estado diseñó incentivos perversos para la ocupación de bienes
baldíos en el siglo XX (ley 200 de 1936, ley 135 de 1961, entre otras), reglas
que persisten en la mente de los campesinos y empresarios del campo que se
apropian de los territorios recién deforestados, aún cuando las normas que
regulan su acceso hayan sido modificadas desde la década de los noventas con la
figura de la función ecológica de la propiedad y hayan aparecido sanciones penales
y administrativas por vulnerar las normas ambientales. Sin lugar a dudas, la
legislación no logró armonizar las relaciones de facto que ocurren en la frontera agrícola y los bosques amazónicos
se pierden a un ritmo cercano a las 150 mil hectáreas por año.
En cuanto a la segunda, la interacción de miles de especie que han hecho de
esta región una de las más biodiversas del mundo ha sido remplazada por ganado
vacuno, pastos y cultivos de coca, actividades que soportan los flujos monetarios
en la región. Se transforman 1,3 hectáreas de bosques para poner a vivir una
vaca, haciendo que la tasa de producción ganadera esté por debajo del promedio
nacional. El valor económico de cada hectárea deforestada en la Amazonía es de
$410.000 anuales para el 2018 y se reduce en un 5% cada que se aleja un
kilómetro cuadrado de los Andes por los altos costos de transporte y logística.
La racionalidad económica compara el precio de cualquier actividad productiva
con el de los bosques que se estima en cero pesos, resultando evidente el
incentivo de la deforestación. Los árboles amazónicos han dado paso a potreros
que soportan una actividad económica con un elevado costo socio-ambiental y sus
consecuencias son evidentes con la pérdida del corredor biológico entre los
Andes colombianos y la Amazonía.
Los impactos de la crisis climática en la zona de piedemonte amazónico aumentan
en la medida que se desintegran los bosques: reducción en los niveles de
lluvias para la segunda mitad del siglo XXI, aumento de incendios forestales
que incrementarán la tasa de deforestación y pérdida de capacidad productiva de
los suelos que reduce la eficiencia de las actividades económicas y presiona la
ampliación de la frontera agrícola.
La estabilidad climática de los Andes (donde se ubica Bogotá) depende de lo
que ocurre en esta región olvidada del país. El agua y la seguridad alimentaria
de los grandes asentamientos humanos está en riesgo debido a la mirada marginal
de la Amazonía por parte del mercado, que no logró asignar de manera eficiente
el patrimonio natural por considerarlo gratuito y del Estado, que no logró ejercer
soberanía sobre los factores bióticos y abióticos dejándolo a la suerte de
quien se atreve a ocupar dichas áreas olvidadas, quienes han creado sus propias
reglas de apropiación y convivencia.
Contener la deforestación es la única opción y debe concentrar todos los
esfuerzos (nacionales e internacionales, públicos y privados) para llevarla a
cero. Los plazos deben ser cortos entendiendo que los costos de oportunidad son
enormes y no podemos tolerar incrementos sobre estimaciones conservadoras como
las que se encuentran en el actual Plan Nacional de Desarrollo del gobierno
Duque (se aceptarána 165 mil hectáreas deforestadas para los próximos 4 años en
la Amazonía).
Recuperar la conectividad entre los Andes y la Amazonía garantiza una mejor
adaptación a la crisis climática del país y será una gran oportunidad para
buscar la reconciliación nacional con un territorio que aún permanece en el
olvido.