viernes, 16 de noviembre de 2012

SECTOR MINERO-ENERGÉTICO EN COLOMBIA: ENTRE LAS RENTAS PRESENTES Y LA MISERIA FUTURA.


Más rentas, más problemas.

Mientras la dinámica de extracción de minerales en Colombia sigue creciendo a pasos de gigante, también lo hacen los impactos ambientales y sociales que devastan el capital natural y potencializan el conflicto armado presente en el país. Esta es la realidad de la locomotora más veloz del gobierno Santos, que inició su aceleración en el anterior gobierno de Uribe.

El incremento de la inversión extranjera en el sector minero-energético, presentado como un indicador de buen gobierno, hace parte de un sofisma que pretende reconocer como riqueza la extracción de recursos abióticos (como los minerales e hidrocarburos) y los precios de sus derivados consolidados en mediciones económicas que determinan el progreso de una sociedad a partir del crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB), pero que esconden la destrucción del capital natural y sumen a miles de comunidades en la pobreza absoluta.


Todos por el auge minero-energético, nadie por el ambiente.

En Colombia se invirtieron cerca de 7.671 millones de dólares en el año 2011 para incentivar el sector minero-energético, y en los últimos años se fortaleció la institucionalidad para el manejo del territorio con potencial de hidrocarburos y minerales con la creación de la Agencia Nacional de Hidrocarburos (ANH) y la Agencia Nacional de Minería (ANM), ambas adscritas al Ministerio de Minas y Energía. Así mismo, dado el incremento en la solicitud de licencias ambientales, instrumento de política ambiental necesario para la realización de proyectos que tienen grandes impactos socio-ambientales, se hizo necesario la creación de la Agencia Nacional de Licencias Ambientales (ANLA), organismo adscrito al Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible.

Las regalías (royalities), ingresos del Estado derivados de las actividades extractivas de recursos abióticos que le pertenecen, se presentan como el incentivo gubernamental para mantener el modelo extractivista del Estado. Se estima que para los próximos 10 años se recibirán cerca de 100 billones de pesos, y el Marco Fiscal de Mediano Plazo de 2012[1] señala que el crecimiento de este año estará explicado por los recursos dinamizadores provenientes de del sector minero-energético, y por el gasto de inversión de los gobiernos regionales y locales con el nuevo esquema de regalías.

Así las cosas, hemos construido un Estado especializado en materia minera, que basa sus éxitos en la cantidad de minerales e hidrocarburos extraídos y la cantidad de regalías obtenidas para financiar un aparato cada vez más grande –dada la especialización y el incremento de las demandas sociales-, pero con un detrimento en su capital natural. En otras palabras, hay una fuerte institucionalidad minera junto a una débil institucionalidad ambiental.

Las rentas mineras también son perseguidas por grupos armados al margen de la ley que extraen los recursos abióticos sin ningún control institucional ni escrúpulo, agravando el conflicto armado del país, e incrementando los impactos ambientales de dichas actividades. Todos juntos: guerrilla, bandas criminales, Estado, transnacionales y comunidades mineras, encuentran una estabilidad transitoria en los recursos económicos derivados de actividades extractivas en el suelo y subsuelo colombiano, pero desatienden los impactos que traerán para el país los cambios en la vocación del territorio que provee servicios ecosistémicos esenciales por la estabilidad de sus biomas –agua, aire, reciclaje de residuos, captura de carbono, entre otros-.

La potrerización del país es la consecuencia inmediata de ordenar el territorio basándose en el potencial minero y de hidrocarburos, por encima de la ordenación ecológica, buen indicador de la preferencia del Estado colombiano por los ingresos presentes y del desconocimiento que se tiene de nuestra gran diversidad biológica contenida en sus ecosistemas. Santos -y sus antecesores- tienen una deuda ambiental con el país.


Nuevas medidas de riqueza.

El Índice de Riqueza Inclusiva (IWI, por sus siglas en inglés) aporta elementos al debate aquí planteado. El IWI es un índice que mide el bienestar de los países desde un enfoque de sostenibilidad, y reconoce como elementos de riqueza al capital manufacturado (PIB), al capital humano (educación y habilidades) y al capital natural (combustibles fósiles, bosques, minerales, pesquerías y tierras para la agricultura). Se sostiene bajo una premisa básica: el bienestar intergeneracional incrementa sólo si la riqueza (medida en precios) incrementa en el mismo periodo de tiempo. De esta manera, la extensión del concepto de riqueza -usualmente reducido al PIB- reconoce el impacto que tiene la destrucción del capital natural y el capital humano en el crecimiento económico tradicional.

En el cálculo del IWI resaltan dos asuntos importantes para el país: i) para el periodo 1990-2008 Colombia tuvo un crecimiento anual del PIB de 2,01% en promedio, mientras que el capital natural decreció en el mismo periodo un 0.39% anual; y ii) el cálculo del IWI ajustado para cada habitante tuvo una disminución anual en el mismo periodo de 0.08%. Esto quiere decir que en el 2008 los habitantes de Colombia tenían 1.58% menos riqueza –o bienestar- que en el año 1990, pérdida atribuida a la destrucción del capital natural, en especial, la extracción de combustibles fósiles, el deterioro de tierras de cultivo, el aumento de pastizales y el deterioro de los bosques[2].


¿Qué es lo que buscamos como bienestar en Colombia?

La gruesa chequera del Estado y de las empresas minero-energéticas contrasta con la destrucción del capital natural que provee servicios ecosistémicos esenciales para el hombre y otras especies vivas, sin contar los impactos sociales que afectan las comunidades aledañas a los proyectos extractivos, y la exacerbación del conflicto armado en el país. Se privilegia el presente con las actividades que destruyen nuestro bienestar –como lo demuestra el IWI-, y celebramos las noticias que reportan aumentos en la extracción de petróleo, carbón, oro y níquel, sin siquiera ocuparnos de los impactos que generaron.

Oponerse a la extracción de recursos abióticos, sin embargo, es un galimatías. No se trata de sacar de nuestra estructura económica al sector minero-energético, sólo se trata ordenar el territorio ambientalmente, definiendo cuáles son los ecosistemas estratégicos que deben conservarse, y una vez establecidas las prioridades en materia ecológica, ahora sí organizar el territorio en materia minera y petrolera, no al revés. Esto implica: i) la identificación de la diversidad biológica que tiene el país y el reconocimiento de su capital natural para otorgarle el valor real que merece, asunto en el que el país está rezagado, ii) la participación de las comunidades que se ven impactadas directamente para que compartan la visión del mundo sobre el territorio en el que habitan, y iii) la definición de prioridades para el país en el mediano y largo plazo.

Estos serán los asuntos que ocupen la agenda pública de Colombia en los próximos años, y de los límites que se pongan a la actividad minero-energética, y de la reorganización ambiental del territorio, dependerá el bienestar de los colombianos. Por eso se hace impostergable la discusión, para saber con claridad cuáles son los impactos del modelo de desarrollo al que le estamos apostando, y cuál es el que queremos.   




[1] Disponible en: http://www.minhacienda.gov.co/portal/page/portal/MinHacienda1/MARCO%20FISCAL%20DE%20MEDIANO%20PLAZO%202012.pdf
[2] Disponible en: http://www.unep.org/newscentre/default.aspx?ArticleID=9174&DocumentID=2688