domingo, 16 de agosto de 2020

LOS INGA TENÍAN RAZÓN: ESTAMOS FRENTE AL FIN DE LA HUMANIDAD.

Luego de la última invasión de los caucheros a los asentamientos de los indígenas Inga, en los albores del siglo XX, los protectores de las tierras bajas del sagrado territorio Inti Wasi pensaban que se trataba del fin del mundo, tal como lo pregonaban los taitas que bañaban sus largas cabelleras en los afluentes de los hoy conocidos ríos Pescado y Caquetá, en la cuenca amazónica de Colombia.

No era para menos, el ruido de las hachas y los motores de los barcos recreaban aquellas historias de la llegada de un espíritu que destruiría para siempre los bejucos de Yagé y la gran Boa, elementos que habrían dado origen al hombre de los Kamentsä, pueblos originarios que habían sido dominados por Huyna, militar Inca. De hecho, los pueblos Inga eran el último asentamiento por el norte de Sudamérica del gran Imperio.  El espectro -decía la tradición oral- vendría de tierras lejanas con absoluto sigilo, pero con grandes poderes que le permitirían acabar para siempre con el hombre. 

 

Cuando se preparaban para lo peor, la Manigua, protectora de las selvas, logró detener el avance del espíritu maligno del caucho y quienes resistieron recuperaron la tranquilidad por unos decenios más.  

 

Luego, en la segunda mitad del siglo XX, la llegada de los colonos, con hacha en mano, arrinconaron a los Inga a pequeños espacios en el piedemonte de los departamentos del Caquetá, Cauca y Putumayo. A su paso, arrasaron con los bosques, redujeron el caudal de las aguas y desplazaron la biodiversidad hacia la montaña.

 

Pero los Inga sabían que aún no era el final, porque con los nuevos vecinos el espíritu llegó con mucho ruido y venía de tierras cercanas, por lo que la profecía aún estaba por cumplirse. Con el tiempo, se acostumbraron a cohabitar el territorio con el colono, aprendieron a satisfacer sus necesidades a través del mercado y de a poco sus modos de vida cambiaron, pero la montaña aún les proveía agua, protección y alimentos y sus tradiciones orales se mantuvieron intactas.

 

En los últimos días, no obstante, presienten nuevamente el fin del mundo. Las comunidades del Yagé saben que el espíritu está de vuelta. En el mes de agosto del año inmediatamente anterior las imágenes de los incendios en el occidente de Brasil fueron contundentes y escandalizaron el mundo. En el verano amazónico brasileño del 2019 se arrasaron cerca de 1,2 millones de hectáreas de bosque húmedo tropical nativo. Para el 2020, en los primeros 10 días de agosto hubo 10.000 incendios y 25 focos de calor, un 17% más con respecto al año pasado. Nada podría ir peor.

  

Nos acercamos al 20% de transformación del bosque amazónico en potreros (denominado punto de quiebre o “tipping point”) y con ello no habrá retorno. La alteración del ciclo del agua llevará a una menor disponibilidad hídrica a lo largo de todo el continente americano, la lucha contra el cambio climático de toda la humanidad estará perdida porque el gran bosque húmedo tropical dejará de ser un sumidero de carbono para convertirse en la principal fuente de emisiones, acelerado por los puntos de calor que serán cada vez más frecuentes y la estabilidad de la temperatura será aún más incierta.

 

La evidencia satelital muestra que en Colombia, Perú, Bolivia y Venezuela la situación de deforestación comparada con el 2019 también se ha empeorado con la pandemia, sin que aún haya cifras definitivas que den cuenta de la magnitud del fenómeno. Sin embargo, con alta certeza, el 2020 será el año con la mayor tasa de deforestación jamás registrada en toda la cuenca de la Amazonía. Una tragedia sin doliente.

 

Mientras perdemos la batalla, Jair Bolsonaro -presidente de Brasil- ha salido en varios medios de comunicación en la última semana para acusar de alarmistas a las comunidades indígenas brasileñas, a los científicos y a los ambientalistas, señalandolos de mentirosos y de enemigos del “desarrollo”. En los otros países de la región, mientras tanto, sus líderes concentran esfuerzos en atender los estragos sociales y económicos que ha dejado la pandemia, dejando en último orden de prioridad lo que ocurre en la Amazonía.

 

Y entonces, a pesar de la distancia entre los territorios de los Inga y los incendios en la Amazonía brasileña, separados por unos 3 mil kilómetros, las consecuencias de la deforestación, fragmentación y degradación del bioma amazónico amenazan cada una de sus partes. Los indígenas no pueden ven los incendios en la Amazonía brasilera que serán los mayores jamás registrados por el hombre y tampoco comprenden el punto de no retorno que pondrá en jaque la vida humana y será el mayor reto en las próximas décadas, pero saben que el espíritu merodea, es silencioso y tiene un gran poder de destrucción. ¡La cosmovisión de los Ingas les da la razón!