domingo, 29 de noviembre de 2020

LOS DE ABAJO

Inicia un nuevo día en las montañas occidentales de los Andes en Colombia y como siempre, las actividades cotidianas de una población que depende del comercio local, de la agricultura y del turismo religioso se desarrollan con relativa normalidad, a pesar de las dificultades de movilidad y temores asociados a la pandemia. 

La entrada del municipio está marcada por grandes carteles en medio de despejados potreros que entregan un mensaje de prosperidad por la llegada de la minera Anglo Gold Ashanti, que contrastan con los mensajes ubicados en las casas del pueblo que rechazan la llegada del gran proyecto minero. La contradicción frente a las expectativas de unos y otros indica que algo está quebrado. 

Jericó, Antioquia, es un municipio ubicado en diferentes elevaciones que lo hacen único. Inicia en los valles del río Cauca en medio de frondosas ceibas propias de los bosques húmedos tropicales y termina entre encenillos, helechos y robles, característicos de los bosques de niebla, donde nacen las aguas. Su geografía escarpada permite paisajes y miradores admirables y una vocación paisajística y de conservación evidente para quien lo visita. Pero, aquellos que pueden ver su subsuelo, también observan altas concentraciones de cobre, oro y plata. Dos miradas que parecen complementarse, pero que hoy están enfrentadas.

A los primeros, les basta admirar el paisaje y la estética inigualable del lugar para querer mantenerlo intacto y garantizar su disfrute y el de las próximas generaciones. Para los segundos, no es suficiente el arraigo y el sentir sobre el territorio de las comunidades locales, toda vez que las decisiones de vocación del suelo están determinadas por el gobierno central, con ansias enormes de recursos de regalías en medio de una de las peores crisis fiscales de la historia reciente del país y por el gran vagon de intereses especulativos, que usan los métodos científicos para aumentar la acumulación de capital como único objetivo. Tanto el gobierno central como los grandes capitales controlan los procesos administrativos y subordinan los intereses de las mayorías, como se observa con las licencias minera, licencia ambiental y la definición de política pública central. 

El otorgamiento de licencias mineras está centralizado en la Agencia Nacional de Minería, quienes ordenan el territorio con vocación minera y trasmiten los derechos de propiedad de explotación y comercialización de los minerales, siguiendo intereses gremiales, siendo parte en la administración de las regalías y sin participación de los directamente involucrados y los verdaderos afectados. El proceso de licencia ambiental, por su parte, está liderado por la Agencia Nacional de Licencias Ambientales, quienes con criterios técnicos definen la viabilidad o no de los proyectos, con niveles de análisis muy restringidos a las ciencias duras y con pocas posibilidades de participación por parte de las comunidades y grupos de interés, cuyos lenguajes y saberes no son compatibles con las metodologías definidas por los expertos. El ejecutivo, por otro lado, a partir de lineamientos de política pública, define grandes proyectos de extracción estratégicos en los territorios rurales con apariencia de interés general y con amplias posibilidades de generación de ingresos vía regalías, pero sin una sola consulta a quienes verán modificados sus paisajes, su vocación económica y su arraigo. Así las cosas, los gobiernos y las comunidades locales son simple observadores de las grandes transformaciones de sus territorios. 

La institucionalidad, por tanto, está delineada para garantizar los intereses de los segundos, los que están arriba. Y los directamente afectados, los de abajo, cuentan con mecanismos de participación muy restringidos como la matriz de involucrados en los estudios de impacto ambiental que derivan en compensaciones o las audiencias públicas, que no son vinculantes y se han convertido en ejercicios de mera procedibilidad. 

Si bien esto ha pasado siempre, en los últimos años las comunidades locales han querido reivindicar su derecho a plantear sus propios modelos de desarrollo o de bien-estar debido a las malas experiencias de los grandes proyectos extractivos que no han traído esa riqueza prometida y que han modificado dimensiones sensibles que hoy se extrañan, como el arraigo, la vocación económica o los paisajes. No obstante, ese despertar no ha encontrado resonancia en los procesos y mecanismos definidos por la institucionalidad del Estado dado que son ineficaces y en muchas ocasiones generan grandes frustraciones, lo que aumenta los conflictos socio-ambientales en los territorios. 

El caso de Jericó es emblemático por la cantidad de actores allí involucrados, como grandes centros de pensamiento y academia, políticos de representación nacional y empresas multinacionales, pero es el mismo que viven quienes defienden los ríos libres sin hidroeléctricas, como en Ituango, Tarazá, San Luis o San Rafael (Antioquia). Quienes defienden una delimitación de páramos amplia para impedir la minería en alta montaña, como en Santurbán (Santander), Cajamarca (Tolima) o Pijao (Quindío); o quienes defienden las planicies libres de pozos petroleros, como Acacias y Guamal (Meta) o San José de Fragua, Belén de los Andaquíes y Valparaíso (Caquetá). El reclamo es siempre el mismo: se requiere replantear los mecanismos de participación en materia socio-ambiental para que sean realmente vinculantes y puedan existir co-participación en la planeación del desarrollo local y la ordenación del territorio. Una buena posibilidad es que el Estado colombiano (el ejecutivo con mensaje de urgencia y el legislativo en un ejercicio plural) ratifiquen el Acuerdo de Escazú, que garantiza mecanismos de participación efectiva, así como una reforma al proceso de licenciamiento ambiental y el Sistema Nacional Ambiental. 

Mientras los grandes grupos económicos siguen presionando el desarrollo de los proyectos extractivos, los de abajo siguen anhelando un país que por fin los escuche; y en medio de dicha tensión, los habitantes de Jericó, en las montañas de Antioquia, siguen de espectadores de lo que los de arriba quieran hacer con ellos. Quizás este sea el nuevo ingrediente de un conflicto mayor, en un país que no aguanta uno más.

domingo, 20 de septiembre de 2020

La Amazonía y el olvido que somos

La mañana se presenta, como en los últimos días, con una tonalidad naranja que se difumina en un horizonte de grandes nubes. Una pareja de tucanes vuela de la copa de un árbol de carbón hasta la mitad de un limón y diagonal a éste, en un árbol de marfil, una banda de curillos se alistan para su jornada de recolección de semillas. Parece el inicio de un día normal en la Amazonía colombiana (Caquetá), pero está lejos de serlo. Las últimas semanas han estado marcadas de situaciones que no eras propias de un país cargado de lugares comunes. 

Por un lado, el horror vivido por los bogotanos en la segunda semana de septiembre luego de las protestas desatadas por la muerte del abogado Ordoñez se muestra en las pantallas de los televisores de un restaurante local, pero para los comensales el drama es cotidiano por estos lados del país, así que la noticia pasa desapercibida. 

Por otro lado, la pandemia de Covid-19 modificó las relaciones humanas, por lo que la informalidad e ilegalidad aumentan a medida que la débil institucionalidad del mercado se desvanece ante la crisis, pero ambos fenómenos son comunes en la Colombia profunda desde hace unas décadas. Altas tasas de desempleo, minería ilegal y cultivos ilícitos son el pan de cada día. Los ciclos económicos de estos mercados fragmentados no se corresponden a los reportados por los datos oficiales. Nada les sorprende.

El levantamiento de la ciudadanía urbana que reclama profundizar reformas en los sistemas de salud y educación, reducción en el gasto militar y un cambio en la estructura de la policía, entre otros, parece que no representa el sentir de quienes habitan esta esquina de país donde el Estado aún no controla el territorio, sus instituciones son muy débiles y el mercado carece de los supuestos necesarios para que sea competitivo. Sobrevivir es su máxima.

Lo que sucede en la Amazonía de Colombia es, por tanto, harina de otro costal. El Caquetá es la zona de mayor degradación, fragmentación y deforestación de bosques, su territorio se lo disputan grupos armados organizados al margen de la ley y campea la ganadería y el clientelismo. A pesar de los cambios que suceden en la capital y los reclamos por nuevos vientos, en la Colombia profunda, el anemómetro siempre marca la misma dirección y velocidad: marginación, violencia y pérdida de bosques, una constante que muchos de quienes trabajamos por la región nos resulta difícil de modificar.

Para sumarle a la desgracia de estas dos realidades, las noticias desde Brasil son muy desalentadoras; millones de hectáreas de bosques y humedales desaparecen en el Gran Pantanal, declarado por la UNESCO como Reserva de la Biósfera, clave para mantener el equilibrio del bioma Amazónico. 

Un país desconectado entre sus realidades, no obstante, depende de un fino tejido de redes de las que depende la vida en Sudamérica. Los flujos hídricos de quienes viven en la zona urbana colombiana, entre las cordilleras central y oriental de los Andes, así como de quienes habitan el piedemonte amazónico, dependen del torrente hídrico elevado -el río volador-que recorre toda la Amazonía desde el Atlántico, favorecido por los bosques en pie. Cualquier cambio en su todo, afecta a cada una de sus partes. 

Si nada nos ha unido hasta hoy -entre la Colombia urbana y la profunda-, el clamor por mantener los equilibrios en la Amazonía debería juntarnos para expresar, al unísono, que su vocación es la conservación, de eso depende la vida de todos los colombianos. Reconocer que tenemos cosas en común podría llevarnos a sentir empatía, por fin. 

Quizás los reclamos de unos y otros se legitimen cuando comprendamos desde el centro que en los antiguos territorios nacionales está la clave para garantizar el éxito de nuestro país, o quizás más importante, es la única garantía de mantener la vida de nuestra especie en el continente americano. 

Mientras tanto, al divisar al horizonte, en la gran planicie amazónica, las nubes cubren los cielos y empiezan a caer gotas de lluvia. Es el ciclo del agua que aún se mantiene y que está amenazado por la indiferencia que desde el centro tenemos de nuestra mayor riqueza ¡la tragedia está anunciada!








 






 



domingo, 16 de agosto de 2020

LOS INGA TENÍAN RAZÓN: ESTAMOS FRENTE AL FIN DE LA HUMANIDAD.

Luego de la última invasión de los caucheros a los asentamientos de los indígenas Inga, en los albores del siglo XX, los protectores de las tierras bajas del sagrado territorio Inti Wasi pensaban que se trataba del fin del mundo, tal como lo pregonaban los taitas que bañaban sus largas cabelleras en los afluentes de los hoy conocidos ríos Pescado y Caquetá, en la cuenca amazónica de Colombia.

No era para menos, el ruido de las hachas y los motores de los barcos recreaban aquellas historias de la llegada de un espíritu que destruiría para siempre los bejucos de Yagé y la gran Boa, elementos que habrían dado origen al hombre de los Kamentsä, pueblos originarios que habían sido dominados por Huyna, militar Inca. De hecho, los pueblos Inga eran el último asentamiento por el norte de Sudamérica del gran Imperio.  El espectro -decía la tradición oral- vendría de tierras lejanas con absoluto sigilo, pero con grandes poderes que le permitirían acabar para siempre con el hombre. 

 

Cuando se preparaban para lo peor, la Manigua, protectora de las selvas, logró detener el avance del espíritu maligno del caucho y quienes resistieron recuperaron la tranquilidad por unos decenios más.  

 

Luego, en la segunda mitad del siglo XX, la llegada de los colonos, con hacha en mano, arrinconaron a los Inga a pequeños espacios en el piedemonte de los departamentos del Caquetá, Cauca y Putumayo. A su paso, arrasaron con los bosques, redujeron el caudal de las aguas y desplazaron la biodiversidad hacia la montaña.

 

Pero los Inga sabían que aún no era el final, porque con los nuevos vecinos el espíritu llegó con mucho ruido y venía de tierras cercanas, por lo que la profecía aún estaba por cumplirse. Con el tiempo, se acostumbraron a cohabitar el territorio con el colono, aprendieron a satisfacer sus necesidades a través del mercado y de a poco sus modos de vida cambiaron, pero la montaña aún les proveía agua, protección y alimentos y sus tradiciones orales se mantuvieron intactas.

 

En los últimos días, no obstante, presienten nuevamente el fin del mundo. Las comunidades del Yagé saben que el espíritu está de vuelta. En el mes de agosto del año inmediatamente anterior las imágenes de los incendios en el occidente de Brasil fueron contundentes y escandalizaron el mundo. En el verano amazónico brasileño del 2019 se arrasaron cerca de 1,2 millones de hectáreas de bosque húmedo tropical nativo. Para el 2020, en los primeros 10 días de agosto hubo 10.000 incendios y 25 focos de calor, un 17% más con respecto al año pasado. Nada podría ir peor.

  

Nos acercamos al 20% de transformación del bosque amazónico en potreros (denominado punto de quiebre o “tipping point”) y con ello no habrá retorno. La alteración del ciclo del agua llevará a una menor disponibilidad hídrica a lo largo de todo el continente americano, la lucha contra el cambio climático de toda la humanidad estará perdida porque el gran bosque húmedo tropical dejará de ser un sumidero de carbono para convertirse en la principal fuente de emisiones, acelerado por los puntos de calor que serán cada vez más frecuentes y la estabilidad de la temperatura será aún más incierta.

 

La evidencia satelital muestra que en Colombia, Perú, Bolivia y Venezuela la situación de deforestación comparada con el 2019 también se ha empeorado con la pandemia, sin que aún haya cifras definitivas que den cuenta de la magnitud del fenómeno. Sin embargo, con alta certeza, el 2020 será el año con la mayor tasa de deforestación jamás registrada en toda la cuenca de la Amazonía. Una tragedia sin doliente.

 

Mientras perdemos la batalla, Jair Bolsonaro -presidente de Brasil- ha salido en varios medios de comunicación en la última semana para acusar de alarmistas a las comunidades indígenas brasileñas, a los científicos y a los ambientalistas, señalandolos de mentirosos y de enemigos del “desarrollo”. En los otros países de la región, mientras tanto, sus líderes concentran esfuerzos en atender los estragos sociales y económicos que ha dejado la pandemia, dejando en último orden de prioridad lo que ocurre en la Amazonía.

 

Y entonces, a pesar de la distancia entre los territorios de los Inga y los incendios en la Amazonía brasileña, separados por unos 3 mil kilómetros, las consecuencias de la deforestación, fragmentación y degradación del bioma amazónico amenazan cada una de sus partes. Los indígenas no pueden ven los incendios en la Amazonía brasilera que serán los mayores jamás registrados por el hombre y tampoco comprenden el punto de no retorno que pondrá en jaque la vida humana y será el mayor reto en las próximas décadas, pero saben que el espíritu merodea, es silencioso y tiene un gran poder de destrucción. ¡La cosmovisión de los Ingas les da la razón!

domingo, 19 de julio de 2020

Hidroeléctrica sobre el río El Churimo (San Rafael, Antioquia): Una historia repetida.

Cuando conocí el oriente de Antioquia supe que los jardines colgantes de Babilonia con flores de variados colores, pájaros con colas curvas y grandes cascadas cristalinas estuvieron inspirados en sus tierras. De inmediato, me maravilló esa particular y extraña riqueza hídrica que va formando paisajes escarpados donde millones de litros de agua buscan afanosamente encontrarse con las aguas cálidas que dividen las cordilleras andinas central y oriental, siempre acompañados de un exuberante bosque tropical y sonidos relajantes de aves, insectos y primates.

Sus grandes ríos, en su natural y desesperada búsqueda por el Valle del Magdalena, sin embargo, se ven interrumpidos por inundaciones artificiales que le quitan vigor y caudal al recorrido del agua, transformando los sonidos, colores, olores y paisajes. Ya hace 10 años que conozco esta región que visito con frecuencia y siempre he advertido la existencia de dos espacios que se confunden y se diferencian entre sí. Enormes espejos de aguas detenidas y grandes infraestructuras en cemento con una simetría a escala humana que no terminan por acomodarse al verdor y las asimétricas montañas de los Andes antioqueños.

Desde la década de los sesenta, el municipio de San Rafael (así como todo el oriente de Antioquia) transformó su ruralidad centenaria llena de bosques de galería, tierras que abastecían de frutas y hortalizas a los habitantes de Antioquia, con aroma de café y costumbres propias de arrieros, mineros y campesinos que forjaron la cultura paisa, por grandes obras de ingeniería que desviarían los ríos Guatapé y Nare para formar un gran sistema de centrales hidroeléctricas.

Entre las décadas de los sesenta y los ochenta, los proyectos de generación de energía hidráulica se desarrollaron sin consultar el sentir de las comunidades locales, sus intereses sobre el territorio, sus arraigos y sus anhelos, así como tampoco evaluaron los efectos sobre los ecosistemas, el aporte a la crisis climática y al bienestar humano. El cambio de uso de suelo se desarrolló sin un adecuado diálogo social, sin una acertada evaluación de los impactos en varias dimensiones y sin que los habitantes del municipio pudieran comprender las implicaciones de los grandes cambios que se avecinaban. Fue un proceso impuesto por las autoridades políticas nacionales y los grandes intereses económicos sin la debida información, participación y compensación.

Una vez las centrales estuvieron funcionando, a finales de los ochenta, los cambios demográficos y de vocación económica estuvieron acompañados por el interés de grupos armados al margen de la ley por capturar las millonarias rentas asociadas a la generación de energía y, entonces, quienes allí habitaban tuvieron que soportar la modificación de su cultura, de su sustento económico, de sus aguas y sus ecosistemas en medio de la guerra.

Con lamento, la llegada de las hidroeléctricas y el conflicto armado no mejoró el bienestar de quienes han habitado el municipio de San Rafael. El sacrificio del capital natural para la generación de energía no fue compensado proporcionalmente con recursos provenientes de transferencias del sector eléctrico, a pesar de la evidente pérdida de capacidad fiscal por el menor recaudo de impuesto predial debido a que gran parte de su territorio se encuentra bajo el agua[1]. Los ingresos de quienes habitan las zonas rurales circundantes a los embalses apenas superan el 50% de un salario mínimo mensual, las tarifas del servicio público de energía en el municipio son iguales que las de cualquier otro municipio no generador y las necesidades básicas insatisfechas están por encima del promedio nacional[2]. Nada que celebrar.  

A pesar de las adversidades y el viento en contra, los habitantes de San Rafael se han levantado lentamente gracias a sus riquezas hídricas, logrando captar la atención de un turismo local aún en formación. Los pocos espacios que quedaron sin intervenir, por donde aún fluyen los ríos y quebradas de manera libre, son aprovechados por lugareños y visitantes para reencontrarse con la tranquilidad que ya no se percibe en los grandes centros urbanos, justo en medio de aguas cristalinas. 

Ahora, el turismo hídrico representa una importante fuente de ingreso para los sanrafaelitas de a pie que no se han favorecido de los millonarios recursos económicos generados por las hidroeléctricas, que son la mayoría. Además, se han convertido en el lugar de encuentro social y cultural.

Pero justo cuando hay un camino allanado y las nuevas generaciones se adaptan, aparece nuevamente el voraz apetito de los intereses políticos y económicos por desviar los pocos espacios de agua que corren en libertad. La empresa Clear Water S.A.S, que representa legalmente Luis Hoyos (hermano del senador Germán Hoyos) solicitó licencia ambiental del proyecto hidroeléctrico “El Churimo” ante Cornare con las mismas estrategias de antaño: sin participación de la comunidad, con ausencia de información, sin la adecuada identificación de impactos que conlleva a un inadecuado esquema de compensaciones y en total sigilo. El procedimiento utilizado, por lo menos, levanta sospechas. 

Por fortuna, las habitantes de San Rafael han aprendido la lección y como pocos conocen los estragos de los proyectos extractivos en sus territorios. El colectivo de jóvenes "Somos del Río" y organizaciones locales llamaron la atención sobre la existencia del proyecto y de inmediato recibió la solidaridad de los sanrafaelitas, de organizaciones sociales de municipios aledaños, de líderes ambientales y defensores del territorio, entre otros. El pasado 15 de julio fue aprobada por parte de Cornare una Audiencia Pública para socializar el proyecto, conocer los impactos y aportar información relevante para el trámite de Licencia sobre el Río Churimo, a llevarse a cabo el próximo 25 de agosto.

La Audiencia Pública es la oportunidad para que los sanrafaelitas le cuenten a los interesados del proyecto y a las autoridades ambientales lo orgullosos que se sienten de sus ríos y quebradas; de la importancia económica, ecológica y social de las cuencas hídricas libres y vivas, de lo que han tenido que padecer por el desarrollo dentro de su territorio de proyectos que nunca le fueron consultados pero que cambiaron sus vidas para siempre. Es el momento para hacer un debate público sobre la necesidad de seguir desviando los ríos y de los beneficios que esto trae al bienestar de las comunidades locales. Informarse y participar es un deber moral.

Los ríos y quebradas, ahora, no solo son la esperanza de las nuevas generaciones por recuperar lo que perdieron con las hidroeléctricas, representan también su último refugio de vida y de libertad que les recuerda lo que algún día fue su territorio. Se han convertido en lugares sagrados. ¡Llego la hora de defenderlos!











[1] https://repository.udem.edu.co/bitstream/handle/11407/2368/Revista_Ingenierias_UdeM_266.pdf?sequence=2&isAllowed=y
[2] http://www.ipc.org.co/agenciadeprensa/index.php/2009/10/07/pobreza-en-el-oriente-antioqueno-contrasta-con-riqueza-del-territorio/

domingo, 17 de mayo de 2020

LA ENTRECRUZADA DEL CARRIEL

El Carriel es un símbolo del proceso de colonización del Occidente del país, o mejor dicho, de la franja norte de la cordillera occidental y central de los Andes, una pequeña parte de la extensión colombiana que se conoció como “colonización antioqueña”. Es un emblema de la ocupación (deforestación, degradación y fragmentación) de los páramos, bosques de niebla, bosques templados y bosques húmedos tropicales en los actuales departamentos de Antioquia, Caldas, Risaralda, Quindío, norte del Valle y pequeñas franjas montañosas del Tolima que rodean los nevados.

Miles de familias con carriel al hombro y hacha en mano transformaron bosques por pasturas. En este proceso, millones de litros de agua que nacían de sus entrañas y buscaban los ríos Magdalena y Cauca se perdieron desde finales de la colonia hasta nuestros días para darle paso al monocultivo del café, a la minería, la extracción de madera y la ganadería.

Ahora mismo, los escasos equilibrios ecológicos que han resistido son combinados con miles de litros de mercurio, convirtiendo al departamento de Antioquia en el territorio con las mayores concentraciones del metal pesado en las cuencas de sus ríos ¡todo un reto de salud pública!

Carriel, hacha y mercurio, por lo tanto, representan un modelo de desarrollo obsoleto que exige cambios con urgencia.

En las últimas décadas, el Carriel, otrora símbolo de la colonización antioqueña, ha venido asumiendo un rostro que le era desconocido. El ascenso al poder nacional de la clase terrateniente antioqueña, a inicios del siglo XXI, ha traído de vuelta su recuerdo, pero como una impostura, debido a que fue precisamente el modelo minifundista el que le dio vida. Ahora, los eventos sociales en los que participan los principales exponentes políticos de ese nuevo poder muestran sus habilidades sobre el caballo, con carriel terciado y tomando café. Toda una innovación disruptiva y un nuevo símbolo de poder.

Los campesinos de esas tierras, por su parte, ahora se debaten entre la restitución de tierras, las amenazas y el mantenimiento de actividades que nunca ha vuelto a tener los rendimientos de las bonanzas pasadas debido a la cuenta de cobro que pasa la biósfera por desconocer sus límites. Ahora mismo, es muy probable encontrarse a uno de ellos caminando en la ruralidad con botas de caucho y camiseta de equipo de fútbol, pero sin Carriel. Es evidente que ya no los representa.

Paradójicamente, en contravía de los vientos que exigen un cambio del paradigma que representó (y del que hoy representa) el Carriel, congresistas como Paola Holguín, Santiago Valencia y Álvaro Uribe, antioqueños todos, proponen un proyecto de ley para declararlo patrimonio nacional. ¿Patrimonio nacional el símbolo de un modelo de desarrollo localizado que acabó los bosques, redujo los flujos de agua, contaminó los ríos y hoy hace apología a la clase terrateniente? ¿Patrimonio nacional en plena época de crisis? ¿Vos te imaginás?

domingo, 3 de mayo de 2020

BREVES APUNTES PARA ENTENDER LA DEFORESTACIÓN 2020



El pasado 28 de abril, el IDEAM publicó los datos más recientes sobre deforestación en el país con el informe de Alertas Tempranas de Deforestación (ATD) del periodo octubre-diciembre de 2019. El contenido no genera muchas sorpresas sobre la crítica situación de los bosques amazónicos colombianos, pero requiere de algunas claves para una mejor comprensión del fenómeno. En las siguientes líneas (a modo de listado) se plasman 5 ideas que pueden ayudar en el análisis:

1. Si bien desde el 2016 el IDEAM viene mejorando la información sobre la deforestación (como las ATD y la medición de puntos de calor), los datos aparecen con un rezago de 4 meses y no se entregan valores en hectáreas, sólo porcentajes. A la fecha (primera semana de mayo) no sabemos a cuánto equivale el área deforestada en el 2019. Nuestros cálculos hablan de 230 mil hectáreas, un incremento del 15% con respecto al 2018; sin embargo, se requiere una cifra oficial con prontitud para tomar decisiones en tiempo real y conocer la magnitud del problema.

2. Desde 2016 es recurrente la deforestación en los departamentos del Caquetá, Guaviare, Meta y Putumayo. La frontera ganadera aumentó unas 190 mil hectáreas en la Amazonía colombiana para el 2019 (según estimaciones propias), representando el 87% del total nacional.

3. Hay problemas serios de gobernanza ambiental en los municipios de La Macarena (Meta), Calamar y San José de Guaviare (Guainía), San Vicente del Caguán, Cartagena del Chairá y Solano (Caquetá), Puerto Guzmán y Puerto Leguízamo (Putumayo). En 2019, 4 de cada 5 hectáreas de bosque se perdieron en estos municipios. En todos ellos hay estructuras armadas organizadas al margen de la ley actuando como autoridad.

4. Las autoridades ambientales (Cormacarena, CDA, CorpoAmazonia, Parques Naturales) no ejercen funciones porque están amenazados y fueron declarados objetivo militar. De igual manera, la esperada concurrencia entre el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, las entidades territoriales, la Unidad Administrativa Especial Parques Nacionales Naturales y las CAR`s es muy débil debido a los bajos presupuestos en el sector, los intereses encontrados y la falta de información para comprender la magnitud del problema. Por último, la justiciabilidad de los derechos ambientales (como el caso de la sentencia de la Corte Suprema de Justicia que declaró a la Amazonía como sujeto de derechos) es ineficaz por la falta de concurrencia de los actores, las escasas herramientas jurídicas que los vinculen y la sociedad no ve el problema de deforestación como un asunto prioritario.

4. Los recursos de cooperación, centralizados en su mayoría por Visión Amazonía (120 millones de euros), son ineficaces porque en la región no hay instituciones que armonicen los proyectos que desde allí se lideran y hay una lenta ejecución de los recursos. Lo anterior contrasta con la velocidad que le imprimen las fuerzas internas a la construcción de carreteras en áreas protegidas y la rapidez de las motosierras para tumbar bosques, respaldados por las fuerzas ilegales que actúan en el territorio. Así las cosas, no hay esfuerzos que valgan si el Estado colombiano no recupera la soberanía sobre la Amazonía.

5. El gobierno del presidente Iván Duque no tiene como uno de sus ejes primordiales el control de la deforestación. Las fuerzas políticas y económicas (sobre todo aquellas relacionadas con Fedegan, Fedepalma y, en general, los intereses terratenientes que protege el partido de gobierno) miran el fenómeno de manera parcial y no les interesa profundizar en él. La desinformación es el mejor escudo para evadir su responsabilidad y no tomar decisiones. Las estrategias de ganadería sostenible y las etiquetas verdes del sector palmicultor, que son indispensables para hacer tránsito a economías bajas en carbono, son ampliamente insuficientes para enfrentar el problema que tiene pasos de animal gigante.

Como ven, no hay una estrategia creíble para frenar la deforestación. El Estado no controla el territorio, por lo que los esfuerzos por contener la deforestación son asilados e ineficaces. Estamos perdiendo la batalla y nos acercamos al punto de quiebre (Tipping point) en materia de cambio climático. ¡Nada podría ir peor para los bosques de nuestra Amazonía!