lunes, 4 de abril de 2016

HOMENAJE A MANUELA HERNÁNDEZ, MI ABUELA



Querida familia Quintero Hernández y personas afectas, amigos todos.

Hoy no es un día cualquiera. Personas venidas de todas partes somos partícipes en éste instante de una jornada que enluta nuestros corazones enardecidos por la partida de nuestra adorada Manuelita; quizás sentimientos más hondos en quienes compartimos momentos de nuestras vidas con esa gran gestora familiar, la de ésta generación de hijos, nietos y bisnietos. Es apenas natural sentir ese extraño sentimiento de vacío que deja una persona tan especial para cada uno de nosotros, y por supuesto, el llanto y la melancolía son expresiones que dejan saber cuán importante era para cada uno de nosotros. Pero yo no vengo a hablarles de desconsuelo ni desánimo, porque creo que lo que voy a relatar no es motivo de llanto sino de orgullo. Acá no hay momento para tristezas, por eso quiero compartir una reflexión que, sin lugar a dudas, invita a mantener en alto la memoria de nuestra madre, nuestra abuela, nuestra amiga, pero también, la imagen de nuestro padre, nuestro abuelo o nuestro amigo. 

Resulta imposible intentar recordar la vida de Manuela Hernández sin su compañero de vida: Pedro Quintero. Ambos representan la idea eterna del amor, comprensión, apoyo y solidaridad. Ella y él son, de todas maneras, testimonio vivo de algunos de los ideales más elementales de los seres humanos, por lo que voy a permitirme mencionar tres de ellos a manera de homenaje:

El primero de ellos es esa esquiva idea de felicidad. Creo que mi abuela y mi abuelo son unos adelantados para nuestros días: ellos comprendieron mejor que nadie que el propósito de la vida es la búsqueda de la felicidad, esa que no requiere de excesos materiales ni de necesidades ilimitadas: la felicidad se encuentra en las cosas simples, y realmente era fácil comprenderlo con tan solo verlos. Es como si hubieran leído la encíclica del papa Francisco 52 años atrás. Ellos dos hicieron testimonio esa máxima de vivir para ser feliz, no para acumular. Mientras cada uno de nosotros agota su vida detrás de un objetivo que parece nunca va a llegar –mayor salario, pensiones rápidas, negocios exitosos, prestigio-, ellos simplemente decidieron acompañarse para toda la vida, y lo lograron. Sin temor a equivocarme, ellos dos vieron anticipadamente el camino de la felicidad. Si me lo preguntan la felicidad es sinónimo de Pedro y Manuela, porque lograron encontrar en lo simple, lo básico y la humildad la vida misma sin complicaciones, esas que solo están en nuestras mentes. 

El segundo ideal es el amor. 55 años y un sinnúmero de lugares dan fe de un encuentro fortuito en Calarcá que duró para siempre. Hoy, más que nunca, cuando la estabilidad emocional y la vida en pareja se convierten en la excepción, ellos, mis abuelitos, lograron mantener ese lazo encendido desde la juventud. De veraz, ellos son nuestra mayor esperanza de amor. Creo que los protagonistas del libro de García Márquez, El amor en los tiempos del cólera, son ellos, con una sola variante, nunca se separaron. Fui testigo de éste amor sólo los últimos años, pero fueron suficientes para entender que la vida, en ocasiones, les permite a dos personas vivir una sola vida, esa que se transita con la confianza como conductora y sobre la autopista de la solidaridad.

Como tercero, nuestros abuelitos nos enseñaron que la paciencia es el valor necesario para mantener el equilibrio en las familias y en la sociedad. Siempre supieron transmitir el valor de la espera para alcanzar el éxito. En ésta sociedad donde prima la inmediatez y el corto plazo, Manuela y Pedro lograron mantener la sapiencia para saber que las mejores cosas de la vida toman tiempo, y sus más de 55 años de trabajo como mamá, esposa y abuela lo demuestran. Esa es la razón para que ella, Manuelita, supiera soportar los golpes de vida, porque solo así logró disfrutar de manera más exquisita esos momentos de dicha como un abrazo del esposo, de sus hijos y sus nietos. Incluso, tuvo el valor de esperar a que todos sus hijos se reunieran la última semana a su alrededor para lograr ese descanso eterno.    

Puede pensarse que los homenajes que se rinden a las personas que han pasado a disfrutar de la tranquilidad eterna son infructuosas, pero para mí son necesarias para recordarnos que hay camino al andar, porque como dice Serrat: “Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar”.

Y si, hoy despedimos el cuerpo de nuestra adorada Manuelita, pero nunca nos permitiremos decirle adiós a esas enseñanzas: felicidad con las cosas simples, el amor eterno y la paciencia como eje conductor de nuestras decisiones. El mejor homenaje para ella, por supuesto, es dejar de llorarla y empezar a imitarla.

Y abuelito querido, creo equivocado que pienses que has quedado sin mi abuelita. Como lo dije en éstas líneas, algunas personas viven una sola vida, esa que seguirás viviendo tú, junto a ella, porque recuerda que ustedes dos prometieron no separarse nunca, y ahora mi abuelita está dentro de ti, en tu corazón, ella sigue viva dentro de tí.

Con sentido afecto,

Hernán Felipe Trujillo Quintero