domingo, 29 de enero de 2023

¿DETENER LA DEFORESTACIÓN EN LA AMAZONÍA COLOMBIANA? ALGUNAS REFLEXIONES QUE HACEN QUE EL PANORAMA NO SEA TAN OPTIMISTA


    Llegar a la Serranía La Lindosa, en la majestuosa transición entre las llanuras de la Orinoquía y los bosques húmedos amazónicos del Guaviare, supone el encuentro con un mundo desconocido, mágico y aparentemente prístino. En varios de sus senderos es posible coincidir con arte rupestre elaborado por grupos indígenas de cazadores y recolectores que han estado habitando las selvas amazónicas desde hace más de 12 mil años. Igualmente, al llegar a la cumbre de sus elevaciones, a unos 300 metros sobre el nivel del mar, es posible visualizar en el horizonte ese océano verde de árboles que se pierde en el horizonte. Sin embargo, en el verde infinito empiezan a ser evidentes algunos parches cafés que reflejan la fragmentación del gran bosque. La situación de los bosques colindantes de los ríos Guayabero, Ariari y Guaviare, en la hermosa Serranía la Lindosa, es la misma que los bosques ubicados entre los ríos Apaporis, Yari, Caguán, Orteguaza y Caquetá. De hecho, desde el inicio de este siglo hasta la fecha, se han perdido 1.5 millones de hectáreas en la franja del bioma amazónico que le corresponde a Colombia, la mayoría en el denominado arco de deforestación, entre los departamentos del Caquetá, Meta y Guaviare. Se han remplazado grandes porciones de bosques con alto nivel de biodiversidad por pasturas. 

    Las razones de la deforestación en la Amazonía colombiana dependen del área que se analice, pero se resumen básicamente en el acaparamiento de tierras, la ganadería y los cultivos ilícitos. Si bien este problema ha sido una constante desde la década de los sesenta, cuando la fallida reforma agraria del gobierno de Alberto Lleras Camargo entregó bosques húmedos del piedemonte amazónico colombiano que se encontraban bajo la figura de reserva forestal de ley 2 de 1959, entre el Caquetá y Putumayo, a campesinos sin tierra para tumbar “monte” en favor del progreso, en los últimos años, debido a la creciente preocupación de la comunidad internacional por el cambio climático, se han puesto los ojos sobre uno de los más importantes sumideros de carbono del mundo. Todos los modelos climáticos del Panel Internacional del Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) le otorgan una gran importancia al bioma amazónico para las medidas de mitigación y adaptación, así que el fracaso de mantener los bosques en pie del bosque ecuatorial más grande del mundo significa, al mismo tiempo, perder la batalla más apremiante que tenemos como especie para mantenernos con vida. De igual modo, se ha venido discutiendo el famoso punto de no retorno (tipping point) en el que la deforestación de una porción de la selva amazónica (más del 20% del área original) desencadenaría un proceso de desertificación en toda la región sudamericana, con afectación en el ciclo del agua regional y un cambio en la regulación del ciclo de carbono en el que la Amazonía dejaría de fijar carbono para convertirse en un área de emisión. 

    A pesar del creciente interés y la necesidad de tomar acciones en el corto plazo, las condiciones locales colombianas -o de contexto- hacen que la respuesta a dicha problemática sea lenta, errática e insuficiente. En las próximas líneas se exponen algunas ideas del porqué reducir la deforestación en la Amazonía colombiana es más difícil de lo que se cree. 

1. Tradiciones culturales y la transición generacional. Quienes hoy habitan la Amazonía colombiana son colonos que han estado viviendo en el territorio como la primera o segunda generación de migrantes. La violencia política de la década de los cuarenta y cincuenta, sumado a ya comentada reforma agraria de 1961, propiciaron migraciones desde el interior del país, especialmente desde el Huila, Tolima, Cundinamarca y Antioquia hacia el piedemonte amazónico del Caquetá, con la promesa de hacer una nueva vida en tierras disponibles para el cultivo y el levante de ganado. Dadas las condiciones geográficas de esta región, fue necesario un ejército de mercenarios provistos de hacha y machete para “despejar” la selva, haciendo el territorio más seguro frente a las fieras salvajes y posibilitando el trabajo de labranza y levante de ganado. El escaso o nulo conocimiento del territorio por parte de los nuevos huéspedes, en contravía con el conocimiento milenario de los indígenas que lo habitan desde hace milenios, hizo que las actividades agrícolas fueran rápidamente descartadas por las condiciones del suelo, que no alberga muchos nutrientes, generando una relación de dependencia con la ganadería para el sustento alimenticio. Así, las habilidades con el hacha y la vaquería se destacaron desde el inicio como necesarias para la supervivencia en estos nuevos campos. Lo anterior es evidente en buena parte de las representaciones culturales de la región, donde los himnos y las estatuas conmemorativas están relacionadas con el hacha y el machete; o lo que es lo mismo, la deforestación se convirtió en una necesidad para “progresar”, por lo que hoy es venerada y admirada. Los bosques, entretanto, siguen siendo tratados como sujetos incomodos, como puede verse en la terminología usaba por los colonos para referirse a ellos: “monte”, “montaña” o “maleza”, todos conceptos que menosprecian su existencia y apresuran su reemplazo por pastos. 

    Dado que la deforestación fue sinónimo de éxito, progreso y supervivencia, resulta extraño para quienes habitan este territorio por más de medio siglo que ahora sea parte de su tragedia. Aunque en algunos municipios empiezan a tener problemas con el acceso del agua, las relaciones causales con la deforestación no son tan claras para aquellos colonos, y por eso en parte las nuevas actividades extractivas son señaladas como principales responsables, como el caso de la industria petrolera, evadiendo una responsabilidad histórica de sustracción de bosques que explica la causa primera de dicha reducción hídrica. Por lo tanto, una repentina e improvisada adaptación por parte de personas venidas de otros lugares en un territorio complejo, como lo es la Amazonía, propició la apertura de más de 3 millones de hectáreas de piedemonte andino-amazónico en tan sólo medio siglo, lo que hoy explica la desconexión entre estos dos importantes ecosistemas en el lado colombiano. El gran problema es que las actividades de sustento que explican dicha alteración se mantienen y se afianzan en la vida diaria a través de la cultura, la economía y la política. Cambiar dicha realidad, por tanto, sugiere una transición generacional que puede tardar décadas, y para entonces la batalla por mantener los bosques de la Amazonía podrá ser muy tarde. 

2. Ausencia del Estado, baja representatividad y narcotráfico. Es también conocida la historia de la Amazonía colombiana y su administración territorial por parte del Estado. En efecto, dada la baja densidad poblacional, que históricamente se mantuvo cercana al 1% del total de la población colombiana, a pesar de representar cerca del 45% del territorio continental, el gran reto para el Estado ha sido la de ejercer soberanía en un territorio donde no viven muchas personas. Hasta 1990, los territorios amazónicos eran denominados “territorios nacionales”, lo que les restaba autonomía política, fiscal y administrativa, así como les dejaba a la deriva en decisiones que dependían de territorios con poca o nula relación (hace unos años publiqué este artículo científico en el que pueden profundizar esto); y luego de la Constitución de 1991, fueron reconocidos como departamentos con la respectiva representación política, pero aún con todo, para el actual Congreso de la República (2022-2026), cuentan con 17 representantes a la cámara y ningún senador de la república; es decir, casi la mitad del territorio colombiano tan sólo tiene el 5,7% de la representación política en la corporación donde se discuten los asuntos importantes de una sociedad, lo que plantea importantes retos para impulsar proyectos necesarios para la reconversión productiva dada la sub-representación. 

    En efecto, dicha situación explica varias brechas de infraestructura vial, fluvial y aeroportuaria entre la Amazonía y el interior del país, asunto que ha sido considerado como una ventaja estratégica por parte de grupos armados organizados al margen de la ley, quienes desde la década de los setenta constituyeron un fortín en estos territorios, ocupando el lugar que el Estado no logró consolidar. Si bien esto merece un capítulo aparte, lo cierto es que la ganadería, que se mencionó en el anterior punto, se empezó a combinar con el negocio del narcotráfico, especialmente con cultivos de hoja de coca y amapola impulsados por parte de los grupos ilegales al margen de la ley, otorgando un incentivo perverso a las comunidades locales para ampliar la frontera agrícola en detrimento de los bosques húmedos. En la década de los noventa y en el nuevo siglo, las mayores exigencias por parte de la comunidad internacional para ejercer un mayor control sobre el negocio del narcotráfico, llevó al Estado colombiano a asumir una posición prohibicionista y de confrontación in situ, respaldada por una estrategia militar de represión a las comunidades locales y procesos de eliminación forzosa de cultivos a partir de aspersión de glifosato y erradicación manual, cuyo resultado a hoy es un rotundo fracaso. 

    Así las cosas, un territorio con un Estado débil, sub-representado políticamente, con presencia de organización armadas al margen de la ley ejerciendo control territorial y con el incentivo perverso del narcotráfico, cuyo negocio mantiene altos precios en los mercados internacionales, son el caldo de cultivo perfecto para que los bosques no salgan bien librados. En tanto se consolida el control de rutas estratégicas para el movimiento del negocio del narcotráfico por parte de grupos al margen de la ley en la Amazonía, el bosque se constituye en un actor relevante debido a que brinda protección y refugio a los criminales, sirve de área de ampliación de la frontera de cultivos ilícitos, así como también es funcional para las nuevas técnicas de siembra de la hoja de coca por debajo del dosel del bosque, evitando ser detectada por las mediciones convencionales de áreas sembradas de cultivos ilícitos. De hecho, los reportes de deforestación en los últimos dos años dan cuenta que los municipios donde aumenta la deforestación coinciden con las áreas de incremento de cultivos ilícitos, como el caso de San Vicente del Caguán, Cartagena del Chairá (Caquetá), La Macarena (Meta), San José del Guaviare, Retorno y Calamar (Guaviare). 

    A pesar de las alertas de las mismas autoridades colombianas frente al incremento de la influencia de actores armados en la Amazonía colombiana y el incremento de áreas cultivadas en zonas de bosques, persiste la incapacidad del Estado para responder adecuadamente a este problema que tiene dimensiones sociales, económicas, políticas y ambientales. La persistencia de dichas condiciones en el corto plazo es altamente probable, aun cuando hay una clara apuesta del actual gobierno Petro por desmantelar las estructuras criminales a través de la negociación, pero la experiencia local nos señala que la probabilidad de que se mantengan dichas condiciones está sujeta fundamentalmente al precio de la droga en los mercados internacionales, que se mantienen altos por las políticas prohibicionistas a nivel mundial. A pesar de que el cambio de enfoque está siendo liderado por Colombia y otros países de la región, quienes reclaman la regulación y/o legalización de estos mercados, Estados Unidos avanza en la discusión tímidamente y aún no existe un entorno favorable en el escenario internacional por las dudas que persisten, lo que no da lugar a pensar que el problema de deforestación relacionada con este aspecto se resuelva en el corto plazo. 

3. Dinero para nada. Eficacia de los proyectos para reducir la deforestación son cuestionables. En un famoso artículo científico, los profesores Ferraro y Pattanayak describieron cómo las inversiones destinadas a la conservación se estaban botando a la basura. Para ellos, el gran problema se encontraba en que pocos ejecutores de proyectos diseñan medidas de evaluación previas para medir su impacto o efecto, por lo que la implementación se realiza bajo una alta incertidumbre, lo que generalmente conduce a desperdiciar recursos valiosos en estrategias que no se saben si van a funcionar. En el caso de los recursos invertidos en la Amazonía colombiana para enfrentar la deforestación, las inversiones públicas en los últimos 10 años no superan los 200 mil millones de pesos, siendo el programa de Visión Amazonía el que concentra las tres cuartas partes de todas las inversiones por valor de 155 mil millones de pesos colombianos (unos 35 millones de dólares) desde 2016 a la fecha. A pesar de ser la estrategia más ambiciosa del Estado colombiano para enfrentar el problema de deforestación, los proyectos formulados y en ejecución no tuvieron en cuenta criterios de evaluación previa para entender si las condiciones sobre las que se diseñaron estaban bien ajustadas a las condiciones reales de los socio-ecosistemas, por lo que no podemos saber el impacto real de los proyectos. 

    Por ejemplo, proyectos de reconversión productiva suscritos entre Visión Amazonía con cacaoteros en el municipio de San Vicente del Caguán Caquetá, cuyo propósito se centró en el “fortalecimiento a procesos de inclusión socio-económica para la conservación de la biodiversidad del bosque amazónico mediante el establecimiento de 125 unidades productivas”, nunca contaron con una fase piloto para entender si los incentivos otorgados por el proyecto eran suficientes para cambiar la vocación, si realmente las poblaciones responderían completamente, parcialmente o no respondería a dichos inventivos, o si eran suficientes las familias involucradas para cambiar las tendencias de deforestación en el territorio de influencia. Bastaría hacer “experimentos focalizados” a modo de evaluación para entender, de mejor manera, la respuesta de las comunidades a los proyectos para detener la deforestación, de forma que habría mayor certeza sobre los resultados en la ejecución. Igualmente, podría medirse la deforestación evitada con la toma de valores de referencia en estas fases de evaluación previa, toda vez que no tenemos certeza de cuál ha sido la deforestación evitada con lo hecho por Visión Amazonia. 
 
    En definitiva, a pesar del esfuerzo hecho por el Estado para revertir la tendencia de la deforestación, no estamos seguros si ha sido o no pertinente, así como tampoco estamos seguros de la eficacia de los resultados de los proyectos, lo que podría significar que las inversiones podrían estarse perdiendo, o, mejor dicho, podrían haberse aprovechando de manera más eficiente. Por ahora, los proyectos siguen sin contar con estrategias de seguimiento previo y posterior, por lo que la incertidumbre sobre los resultados esperados hace que el panorama de la deforestación no esté tan claro. 
 
4. Comunidades involucradas, pero sin ser tenidas en cuenta. Los incentivos diseñados en los proyectos para contener la deforestación, continuando la lógica del punto anterior, son definidos de manera previa por parte que los encargados de dichos proyectos. En algunos casos hay préstamos condonables al 100% bajo el cumplimiento de ciertos objetivos ambientales, el pago de un incentivo monetario periódico (conocido técnicamente como pago por servicios ambientales) a colonos por evitar la tala de bosques, o sanciones administrativas por el incumplimiento de un deber legal, que en este caso es el del aprovechamiento de recursos forestales sin el respectivo permiso por parte de la autoridad ambiental. De cualquier forma, el resultado esperado de estos proyectos de conservación, a saber, reducir/contener/eliminar la deforestación, depende de que los incentivos definidos en ellos funcionen en la dirección correcta, mayormente incentivos económicos. El problema de los incentivos, tal y como se discute en la política ambiental, es que son definidos por los “expertos”, quienes conocen la técnica y cuyos análisis son “robustos” y resultan, entonces, difíciles de cuestionar. Por ello, cuando los proyectos llegan a la base social -entiéndase comunidades-, los resultados esperados de dichos incentivos parecen estar en vía correcta. Sin embargo, esta práctica común que define previamente los incentivos y son impuestos a los beneficiarios vía acuerdos y/o contratos, parece no estar funcionando del todo en la Amazonía colombiana. 

    Para poner en contexto lo aquí dicho, permítanme poner como ejemplo un proyecto que lideré bajo la financiación del Banco Interamericano de Desarrollo, Fondo Colombia Sostenible y Fondo Colombia en Paz, cuyo financiamiento ascendía a 9.5 mil millones de pesos (2 millones de dólares), y propósito era reducir el área destinada a la ganadería en cerca de 2 mil hectáreas en el municipio de La Macarena, Meta, justo en el área donde se está perdiendo la conectividad entre la Serranía de la Macarena, los llanos del Yarí y la Serranía del Chiribiquete. Cuando la propuesta se encontraba en la última fase de factibilidad, las comunidades apenas empezaban a entender el alcance del proyecto y los compromisos que adquirirían, y no entendían por qué debían suscribir acuerdos de cero deforestación en áreas donde ya no habían bosques, así como tampoco entendían porque debían administrar los recursos mediante comités o esquemas de cooperativas, cuando ellos tan sólo querían que les entregaran los materiales para trabajar en la construcción de un sistema silvo-pastoril. Los términos en los que se debían suscribir los acuerdos para la reconversión se volvieron tan tortuosos debido al excesivo tecnicismo y es escaso contexto de los incentivos en el territorio, que al final las comunidades se desintegraron ante la confusión sobreviniente. Ante tal panorama, un grupo al margen de la ley que opera en ese municipio declaró objetivo militar a todo aquel que impulsara proyectos de conservación en el municipio, dejando a la deriva a las comunidades y, por tanto, a los bosques amazónicos. 

    Así las cosas, las comunidades tan sólo reclamaban que los contratos que debían suscribir no fueran impuestos (contratos por adhesión), sino que pudieran participar en la construcción de sus términos (contratos por acuerdo). Este punto puede estar explicando el fracaso de varias estrategias de conservación de bosques a lo largo de la Amazonía colombiana, asunto que ocupa la atención de mi propuesta doctoral en University of Maine. 

5. Escenario internacional favorable, pero con respuestas lentas. Los nuevos vientos políticos en los países que conforman el bioma amazónico sudamericano hacen pensar que puede haber un acuerdo en bloque regional para hacer exigencias en los diferentes escenarios internacionalesEn este sentido, el gobierno Petro ha propuesto cambiar deuda pública para financiar estrategias de conservación de la Amazonía colombiana y se han redoblado los esfuerzos por suscribir acuerdos con entidades financieras multilaterales para conseguir créditos blandos en esta misma dirección. Aunado a lo anterior, los recientes informes científicos del IPCC dan cuenta de la importancia de la Amazonía en las medidas de mitigación y adaptación al cambio climático, lo que pone a este territorio en un mejor escenario de negociación en el marco político. 

    No obstante, financiar una estrategia global para contener la deforestación requiere tener claridad sobre el tipo de estrategia, los actores involucrados y el tiempo que tomará, asuntos indispensables para costear la estrategia y conseguir financiamiento, Desafortunadamente, por ahora no tenemos certeza sobre ninguno de los dos elementos, ni la estrategia y mucho menos su costo. Si bien algunos cálculos optimistas podrían multiplicar el número de hectáreas en la Amazonía donde hay conflictos de uso de suelo con comunidades humanas, el número de personas involucradas y un horizonte de tiempo de 10 años para lograr una transición segura, acá hemos hecho notar que los incentivos económicos no son suficientes, por lo que es muy apresurado comprometerse con un valor a costear y se requiere un análisis más riguroso para que sea creíble en la comunidad internacional. 

    De igual manera, conseguir financiamiento solicitando a las instituciones financieras internacionales la condonación parcial de la deuda aduciendo a conceptos como deuda ecológica o justicia climática, puede resultar un proceso engorroso, lento y traumático dentro de un sistema tradicional con manejo ortodoxo que no da señales de cambios de enfoque, por lo que la discusión que le espera es aún larga, comparada con la urgencia de tomar acciones para evitar llegar al punto de no retorno con el bioma amazónico. 

    Por último, es necesario mencionar que, en las negociaciones para financiar una estrategia de conservación de la Amazonía como un todo en el escenario internacional, hay una vieja discusión en el derecho ambiental en cuanto a la diferencia entre patrimonio común de la humanidad y preocupación común de la humanidad, que puede poner en aprietos la concreción de una ambiciosa estrategia. Aunque parece una discusión técnica, en el fondo lo que está en disputa es la soberanía que tienen los Estados sobre sus recursos naturales, dado que darle un tratamiento de patrimonio común de la humanidad llevaría a una reducción de la soberanía nacional debido a que su uso y/o cuidado quedaría subordinado a los acuerdos que sobre el particular se pacten. Muchos países y organismos multilaterales estarían dispuestos a aumentar su cooperación en favor de la selva amazónica siempre que el control del cumplimiento de metas sobre dicho ecosistema estratégico estuviera en cabeza de una entidad multilateral, como la UNESCO, asunto en el que los países de la región no están dispuestos a ceder. Quizás este punto puede reducir la cantidad de recursos que pueden canalizarse para proteger la mayor selva húmeda sudamericana. 


    
    Mientras que perdemos la lucha para frenar la deforestación en Colombia, con un panorama gris en el horizonte, las elevaciones de la serranía La Lindosa, en el hermoso Guaviare, aún siguen mostrando bosques en esa inmensidad. Quizás sea hora de pensar con mayor urgencia su protección, de ello depende nuestro futuro próximo.

sábado, 9 de enero de 2021

2021: EL AÑO DECISIVO PARA LA AMAZONÍA

Después de un 2020 para olvidar en materia de conservación de bosques amazónicos, con una deforestación esperada cercana a las 100 mil hectáreas en los departamentos del Caquetá, Guaviare, Meta, Putumayo y Vaupés, conviene entender cuáles son los principales retos que le esperan a la Amazonía colombiana en este 2021. A continuación se presentan los 5 principales: 

1. Efecto rebote. Los efectos de la crisis económica sobre los bosques colombianos tiene una relación positiva: a mayor crecimiento económico en periodos post-crisis hay una mayor deforestación en zonas de borde o en la frontera agrícola, conocido como “efecto rebote”. Para el caso de la Amazonía, los efectos de la pandemia ya dan cuenta de un retroceso en las áreas de influencia de los Parques Nacionales Naturales Picachos, Tinigua, Serranía de la Macarena, Serranía del Chiribiquete y Nukak. Se espera que el periodo de recuperación acelere la potrerización de las zonas borde para el incremento de la actividad ganadera, sostén de las economías rurales de la Amazonía colombiana. 

2. Efecto relajación. En general, los periodos de recuperación económica vienen acompañados de una reducción en las exigencias ambientales, una eterna discusión que ubica el debate en favor del denominado “desarrollo” y en detrimento de las políticas de conservación, mayormente impulsados por los gremios económicos que exigen condiciones “más favorables” en materia institucional para impulsar sus negocios. En el caso colombiano, la ANDI viene impulsando una agenda para reducir tiempos y exigencias en el trámite de licencia ambiental y organiza un bloque parlamentario para impedir la ratificación del Acuerdo de Escazú con los mismos argumentos: mayores estándares ambientales son un “palo en la rueda” para la recuperación económica. 

3. Efecto reasentamiento. Los efectos del incremento del desempleo y la caída en indicadores socio-económicos como el NBI o línea de la pobreza, han generado en Colombia desplazamientos territoriales hacia las zonas de los denominados “antiguos territorios nacionales” con el fin de buscar nuevas oportunidades, justamente donde están ubicados los actuales departamentos de la región amazónica. Las falsas expectativas de acceso a tierra “baldía” para construir una casa donde vivir y desarrollar una actividad que soporte las necesidades básicas, llevan a las comunidades expulsadas del centro hacia la frontera forestal amazónica. 

4. Política forestal y deforestación. En los primeros días del 2021 fue aprobada la “Política nacional para el control de la deforestación y la gestión sostenible de los bosques” con el CONPES 4021, cuyo gran reto es lograr la deforestación cero para el 2030. Si bien es un documento que otorga importantes lineamientos al sector forestal, se identifican cinco problemas en la práctica: (i) no es vinculante jurídicamente para el Sistema Nacional Ambiental; (ii) tiene enormes dificultades de financiación para lograr robustos esquemas de pagos por servicios ambientales, mecanismos de reconversión productiva y restauración ecológica en todo el arco de deforestación de la Amazonía colombiana entre los departamentos del Caquetá, Meta y Guaviare. La mayor parte de recursos económicos provienen de la cooperación internacional, que espera reducir notoriamente sus flujos en 2021 debido a los necesarios ajustes fiscales en todos los países; (iii) una débil gobernanza del territorio por parte de las autoridades ambientales con jurisdicción en el territorio (Corpoamazonía, CDA y Cormacarena) que cuentan con poca capacidad técnica, logística y económica para ejercer sus competencias de control y vigilancia; (iv) una débil participación de las comunidades indígenas en la institucionalidad ambiental amazónica cuyas prácticas y cosmovisión resultan indispensables para la protección del bioma amazónico y (iv) falta de soberanía de Estado colombiano en el arco de deforestación en la Amazonía que controlan bandas criminales, lo que hace ineficaz la política. 

5. Sentencia STC 4360-2018. La declaratoria de la Amazonía como sujeto de derechos ha tenido más obstáculos que aciertos en su cumplimiento. Si bien hay estrategias para contener la deforestación desde el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible (MADS) con el programa Visión Amazonía, el Pacto Intergeneracional por la Vida del Amazonas Colombiano (PIVAC) aún no ha sido convocado. De igual manera, los municipios amazónicos no han adecuado sus planes de ordenación donde incorporen una estrategia creíble para enfrentar el fenómeno y tampoco han definido planes de “cero deforestación”. Desde lo jurídico el reto es volver eficaz el otorgamiento de derechos a la Amazonía y no se logrará hasta volver operativos los planes locales para frenar la deforestación. 

Así las cosas, los retos en la Amazonía para este año son enormes y el fracaso de las estrategias para contener la deforestación tendrá costos enormes en varias dimensiones para los próximos años. Llegó la hora de tomarnos en serio la Amazonía.

domingo, 29 de noviembre de 2020

LOS DE ABAJO

Inicia un nuevo día en las montañas occidentales de los Andes en Colombia y como siempre, las actividades cotidianas de una población que depende del comercio local, de la agricultura y del turismo religioso se desarrollan con relativa normalidad, a pesar de las dificultades de movilidad y temores asociados a la pandemia. 

La entrada del municipio está marcada por grandes carteles en medio de despejados potreros que entregan un mensaje de prosperidad por la llegada de la minera Anglo Gold Ashanti, que contrastan con los mensajes ubicados en las casas del pueblo que rechazan la llegada del gran proyecto minero. La contradicción frente a las expectativas de unos y otros indica que algo está quebrado. 

Jericó, Antioquia, es un municipio ubicado en diferentes elevaciones que lo hacen único. Inicia en los valles del río Cauca en medio de frondosas ceibas propias de los bosques húmedos tropicales y termina entre encenillos, helechos y robles, característicos de los bosques de niebla, donde nacen las aguas. Su geografía escarpada permite paisajes y miradores admirables y una vocación paisajística y de conservación evidente para quien lo visita. Pero, aquellos que pueden ver su subsuelo, también observan altas concentraciones de cobre, oro y plata. Dos miradas que parecen complementarse, pero que hoy están enfrentadas.

A los primeros, les basta admirar el paisaje y la estética inigualable del lugar para querer mantenerlo intacto y garantizar su disfrute y el de las próximas generaciones. Para los segundos, no es suficiente el arraigo y el sentir sobre el territorio de las comunidades locales, toda vez que las decisiones de vocación del suelo están determinadas por el gobierno central, con ansias enormes de recursos de regalías en medio de una de las peores crisis fiscales de la historia reciente del país y por el gran vagon de intereses especulativos, que usan los métodos científicos para aumentar la acumulación de capital como único objetivo. Tanto el gobierno central como los grandes capitales controlan los procesos administrativos y subordinan los intereses de las mayorías, como se observa con las licencias minera, licencia ambiental y la definición de política pública central. 

El otorgamiento de licencias mineras está centralizado en la Agencia Nacional de Minería, quienes ordenan el territorio con vocación minera y trasmiten los derechos de propiedad de explotación y comercialización de los minerales, siguiendo intereses gremiales, siendo parte en la administración de las regalías y sin participación de los directamente involucrados y los verdaderos afectados. El proceso de licencia ambiental, por su parte, está liderado por la Agencia Nacional de Licencias Ambientales, quienes con criterios técnicos definen la viabilidad o no de los proyectos, con niveles de análisis muy restringidos a las ciencias duras y con pocas posibilidades de participación por parte de las comunidades y grupos de interés, cuyos lenguajes y saberes no son compatibles con las metodologías definidas por los expertos. El ejecutivo, por otro lado, a partir de lineamientos de política pública, define grandes proyectos de extracción estratégicos en los territorios rurales con apariencia de interés general y con amplias posibilidades de generación de ingresos vía regalías, pero sin una sola consulta a quienes verán modificados sus paisajes, su vocación económica y su arraigo. Así las cosas, los gobiernos y las comunidades locales son simple observadores de las grandes transformaciones de sus territorios. 

La institucionalidad, por tanto, está delineada para garantizar los intereses de los segundos, los que están arriba. Y los directamente afectados, los de abajo, cuentan con mecanismos de participación muy restringidos como la matriz de involucrados en los estudios de impacto ambiental que derivan en compensaciones o las audiencias públicas, que no son vinculantes y se han convertido en ejercicios de mera procedibilidad. 

Si bien esto ha pasado siempre, en los últimos años las comunidades locales han querido reivindicar su derecho a plantear sus propios modelos de desarrollo o de bien-estar debido a las malas experiencias de los grandes proyectos extractivos que no han traído esa riqueza prometida y que han modificado dimensiones sensibles que hoy se extrañan, como el arraigo, la vocación económica o los paisajes. No obstante, ese despertar no ha encontrado resonancia en los procesos y mecanismos definidos por la institucionalidad del Estado dado que son ineficaces y en muchas ocasiones generan grandes frustraciones, lo que aumenta los conflictos socio-ambientales en los territorios. 

El caso de Jericó es emblemático por la cantidad de actores allí involucrados, como grandes centros de pensamiento y academia, políticos de representación nacional y empresas multinacionales, pero es el mismo que viven quienes defienden los ríos libres sin hidroeléctricas, como en Ituango, Tarazá, San Luis o San Rafael (Antioquia). Quienes defienden una delimitación de páramos amplia para impedir la minería en alta montaña, como en Santurbán (Santander), Cajamarca (Tolima) o Pijao (Quindío); o quienes defienden las planicies libres de pozos petroleros, como Acacias y Guamal (Meta) o San José de Fragua, Belén de los Andaquíes y Valparaíso (Caquetá). El reclamo es siempre el mismo: se requiere replantear los mecanismos de participación en materia socio-ambiental para que sean realmente vinculantes y puedan existir co-participación en la planeación del desarrollo local y la ordenación del territorio. Una buena posibilidad es que el Estado colombiano (el ejecutivo con mensaje de urgencia y el legislativo en un ejercicio plural) ratifiquen el Acuerdo de Escazú, que garantiza mecanismos de participación efectiva, así como una reforma al proceso de licenciamiento ambiental y el Sistema Nacional Ambiental. 

Mientras los grandes grupos económicos siguen presionando el desarrollo de los proyectos extractivos, los de abajo siguen anhelando un país que por fin los escuche; y en medio de dicha tensión, los habitantes de Jericó, en las montañas de Antioquia, siguen de espectadores de lo que los de arriba quieran hacer con ellos. Quizás este sea el nuevo ingrediente de un conflicto mayor, en un país que no aguanta uno más.

domingo, 20 de septiembre de 2020

La Amazonía y el olvido que somos

La mañana se presenta, como en los últimos días, con una tonalidad naranja que se difumina en un horizonte de grandes nubes. Una pareja de tucanes vuela de la copa de un árbol de carbón hasta la mitad de un limón y diagonal a éste, en un árbol de marfil, una banda de curillos se alistan para su jornada de recolección de semillas. Parece el inicio de un día normal en la Amazonía colombiana (Caquetá), pero está lejos de serlo. Las últimas semanas han estado marcadas de situaciones que no eras propias de un país cargado de lugares comunes. 

Por un lado, el horror vivido por los bogotanos en la segunda semana de septiembre luego de las protestas desatadas por la muerte del abogado Ordoñez se muestra en las pantallas de los televisores de un restaurante local, pero para los comensales el drama es cotidiano por estos lados del país, así que la noticia pasa desapercibida. 

Por otro lado, la pandemia de Covid-19 modificó las relaciones humanas, por lo que la informalidad e ilegalidad aumentan a medida que la débil institucionalidad del mercado se desvanece ante la crisis, pero ambos fenómenos son comunes en la Colombia profunda desde hace unas décadas. Altas tasas de desempleo, minería ilegal y cultivos ilícitos son el pan de cada día. Los ciclos económicos de estos mercados fragmentados no se corresponden a los reportados por los datos oficiales. Nada les sorprende.

El levantamiento de la ciudadanía urbana que reclama profundizar reformas en los sistemas de salud y educación, reducción en el gasto militar y un cambio en la estructura de la policía, entre otros, parece que no representa el sentir de quienes habitan esta esquina de país donde el Estado aún no controla el territorio, sus instituciones son muy débiles y el mercado carece de los supuestos necesarios para que sea competitivo. Sobrevivir es su máxima.

Lo que sucede en la Amazonía de Colombia es, por tanto, harina de otro costal. El Caquetá es la zona de mayor degradación, fragmentación y deforestación de bosques, su territorio se lo disputan grupos armados organizados al margen de la ley y campea la ganadería y el clientelismo. A pesar de los cambios que suceden en la capital y los reclamos por nuevos vientos, en la Colombia profunda, el anemómetro siempre marca la misma dirección y velocidad: marginación, violencia y pérdida de bosques, una constante que muchos de quienes trabajamos por la región nos resulta difícil de modificar.

Para sumarle a la desgracia de estas dos realidades, las noticias desde Brasil son muy desalentadoras; millones de hectáreas de bosques y humedales desaparecen en el Gran Pantanal, declarado por la UNESCO como Reserva de la Biósfera, clave para mantener el equilibrio del bioma Amazónico. 

Un país desconectado entre sus realidades, no obstante, depende de un fino tejido de redes de las que depende la vida en Sudamérica. Los flujos hídricos de quienes viven en la zona urbana colombiana, entre las cordilleras central y oriental de los Andes, así como de quienes habitan el piedemonte amazónico, dependen del torrente hídrico elevado -el río volador-que recorre toda la Amazonía desde el Atlántico, favorecido por los bosques en pie. Cualquier cambio en su todo, afecta a cada una de sus partes. 

Si nada nos ha unido hasta hoy -entre la Colombia urbana y la profunda-, el clamor por mantener los equilibrios en la Amazonía debería juntarnos para expresar, al unísono, que su vocación es la conservación, de eso depende la vida de todos los colombianos. Reconocer que tenemos cosas en común podría llevarnos a sentir empatía, por fin. 

Quizás los reclamos de unos y otros se legitimen cuando comprendamos desde el centro que en los antiguos territorios nacionales está la clave para garantizar el éxito de nuestro país, o quizás más importante, es la única garantía de mantener la vida de nuestra especie en el continente americano. 

Mientras tanto, al divisar al horizonte, en la gran planicie amazónica, las nubes cubren los cielos y empiezan a caer gotas de lluvia. Es el ciclo del agua que aún se mantiene y que está amenazado por la indiferencia que desde el centro tenemos de nuestra mayor riqueza ¡la tragedia está anunciada!








 






 



domingo, 16 de agosto de 2020

LOS INGA TENÍAN RAZÓN: ESTAMOS FRENTE AL FIN DE LA HUMANIDAD.

Luego de la última invasión de los caucheros a los asentamientos de los indígenas Inga, en los albores del siglo XX, los protectores de las tierras bajas del sagrado territorio Inti Wasi pensaban que se trataba del fin del mundo, tal como lo pregonaban los taitas que bañaban sus largas cabelleras en los afluentes de los hoy conocidos ríos Pescado y Caquetá, en la cuenca amazónica de Colombia.

No era para menos, el ruido de las hachas y los motores de los barcos recreaban aquellas historias de la llegada de un espíritu que destruiría para siempre los bejucos de Yagé y la gran Boa, elementos que habrían dado origen al hombre de los Kamentsä, pueblos originarios que habían sido dominados por Huyna, militar Inca. De hecho, los pueblos Inga eran el último asentamiento por el norte de Sudamérica del gran Imperio.  El espectro -decía la tradición oral- vendría de tierras lejanas con absoluto sigilo, pero con grandes poderes que le permitirían acabar para siempre con el hombre. 

 

Cuando se preparaban para lo peor, la Manigua, protectora de las selvas, logró detener el avance del espíritu maligno del caucho y quienes resistieron recuperaron la tranquilidad por unos decenios más.  

 

Luego, en la segunda mitad del siglo XX, la llegada de los colonos, con hacha en mano, arrinconaron a los Inga a pequeños espacios en el piedemonte de los departamentos del Caquetá, Cauca y Putumayo. A su paso, arrasaron con los bosques, redujeron el caudal de las aguas y desplazaron la biodiversidad hacia la montaña.

 

Pero los Inga sabían que aún no era el final, porque con los nuevos vecinos el espíritu llegó con mucho ruido y venía de tierras cercanas, por lo que la profecía aún estaba por cumplirse. Con el tiempo, se acostumbraron a cohabitar el territorio con el colono, aprendieron a satisfacer sus necesidades a través del mercado y de a poco sus modos de vida cambiaron, pero la montaña aún les proveía agua, protección y alimentos y sus tradiciones orales se mantuvieron intactas.

 

En los últimos días, no obstante, presienten nuevamente el fin del mundo. Las comunidades del Yagé saben que el espíritu está de vuelta. En el mes de agosto del año inmediatamente anterior las imágenes de los incendios en el occidente de Brasil fueron contundentes y escandalizaron el mundo. En el verano amazónico brasileño del 2019 se arrasaron cerca de 1,2 millones de hectáreas de bosque húmedo tropical nativo. Para el 2020, en los primeros 10 días de agosto hubo 10.000 incendios y 25 focos de calor, un 17% más con respecto al año pasado. Nada podría ir peor.

  

Nos acercamos al 20% de transformación del bosque amazónico en potreros (denominado punto de quiebre o “tipping point”) y con ello no habrá retorno. La alteración del ciclo del agua llevará a una menor disponibilidad hídrica a lo largo de todo el continente americano, la lucha contra el cambio climático de toda la humanidad estará perdida porque el gran bosque húmedo tropical dejará de ser un sumidero de carbono para convertirse en la principal fuente de emisiones, acelerado por los puntos de calor que serán cada vez más frecuentes y la estabilidad de la temperatura será aún más incierta.

 

La evidencia satelital muestra que en Colombia, Perú, Bolivia y Venezuela la situación de deforestación comparada con el 2019 también se ha empeorado con la pandemia, sin que aún haya cifras definitivas que den cuenta de la magnitud del fenómeno. Sin embargo, con alta certeza, el 2020 será el año con la mayor tasa de deforestación jamás registrada en toda la cuenca de la Amazonía. Una tragedia sin doliente.

 

Mientras perdemos la batalla, Jair Bolsonaro -presidente de Brasil- ha salido en varios medios de comunicación en la última semana para acusar de alarmistas a las comunidades indígenas brasileñas, a los científicos y a los ambientalistas, señalandolos de mentirosos y de enemigos del “desarrollo”. En los otros países de la región, mientras tanto, sus líderes concentran esfuerzos en atender los estragos sociales y económicos que ha dejado la pandemia, dejando en último orden de prioridad lo que ocurre en la Amazonía.

 

Y entonces, a pesar de la distancia entre los territorios de los Inga y los incendios en la Amazonía brasileña, separados por unos 3 mil kilómetros, las consecuencias de la deforestación, fragmentación y degradación del bioma amazónico amenazan cada una de sus partes. Los indígenas no pueden ven los incendios en la Amazonía brasilera que serán los mayores jamás registrados por el hombre y tampoco comprenden el punto de no retorno que pondrá en jaque la vida humana y será el mayor reto en las próximas décadas, pero saben que el espíritu merodea, es silencioso y tiene un gran poder de destrucción. ¡La cosmovisión de los Ingas les da la razón!

domingo, 19 de julio de 2020

Hidroeléctrica sobre el río El Churimo (San Rafael, Antioquia): Una historia repetida.

Cuando conocí el oriente de Antioquia supe que los jardines colgantes de Babilonia con flores de variados colores, pájaros con colas curvas y grandes cascadas cristalinas estuvieron inspirados en sus tierras. De inmediato, me maravilló esa particular y extraña riqueza hídrica que va formando paisajes escarpados donde millones de litros de agua buscan afanosamente encontrarse con las aguas cálidas que dividen las cordilleras andinas central y oriental, siempre acompañados de un exuberante bosque tropical y sonidos relajantes de aves, insectos y primates.

Sus grandes ríos, en su natural y desesperada búsqueda por el Valle del Magdalena, sin embargo, se ven interrumpidos por inundaciones artificiales que le quitan vigor y caudal al recorrido del agua, transformando los sonidos, colores, olores y paisajes. Ya hace 10 años que conozco esta región que visito con frecuencia y siempre he advertido la existencia de dos espacios que se confunden y se diferencian entre sí. Enormes espejos de aguas detenidas y grandes infraestructuras en cemento con una simetría a escala humana que no terminan por acomodarse al verdor y las asimétricas montañas de los Andes antioqueños.

Desde la década de los sesenta, el municipio de San Rafael (así como todo el oriente de Antioquia) transformó su ruralidad centenaria llena de bosques de galería, tierras que abastecían de frutas y hortalizas a los habitantes de Antioquia, con aroma de café y costumbres propias de arrieros, mineros y campesinos que forjaron la cultura paisa, por grandes obras de ingeniería que desviarían los ríos Guatapé y Nare para formar un gran sistema de centrales hidroeléctricas.

Entre las décadas de los sesenta y los ochenta, los proyectos de generación de energía hidráulica se desarrollaron sin consultar el sentir de las comunidades locales, sus intereses sobre el territorio, sus arraigos y sus anhelos, así como tampoco evaluaron los efectos sobre los ecosistemas, el aporte a la crisis climática y al bienestar humano. El cambio de uso de suelo se desarrolló sin un adecuado diálogo social, sin una acertada evaluación de los impactos en varias dimensiones y sin que los habitantes del municipio pudieran comprender las implicaciones de los grandes cambios que se avecinaban. Fue un proceso impuesto por las autoridades políticas nacionales y los grandes intereses económicos sin la debida información, participación y compensación.

Una vez las centrales estuvieron funcionando, a finales de los ochenta, los cambios demográficos y de vocación económica estuvieron acompañados por el interés de grupos armados al margen de la ley por capturar las millonarias rentas asociadas a la generación de energía y, entonces, quienes allí habitaban tuvieron que soportar la modificación de su cultura, de su sustento económico, de sus aguas y sus ecosistemas en medio de la guerra.

Con lamento, la llegada de las hidroeléctricas y el conflicto armado no mejoró el bienestar de quienes han habitado el municipio de San Rafael. El sacrificio del capital natural para la generación de energía no fue compensado proporcionalmente con recursos provenientes de transferencias del sector eléctrico, a pesar de la evidente pérdida de capacidad fiscal por el menor recaudo de impuesto predial debido a que gran parte de su territorio se encuentra bajo el agua[1]. Los ingresos de quienes habitan las zonas rurales circundantes a los embalses apenas superan el 50% de un salario mínimo mensual, las tarifas del servicio público de energía en el municipio son iguales que las de cualquier otro municipio no generador y las necesidades básicas insatisfechas están por encima del promedio nacional[2]. Nada que celebrar.  

A pesar de las adversidades y el viento en contra, los habitantes de San Rafael se han levantado lentamente gracias a sus riquezas hídricas, logrando captar la atención de un turismo local aún en formación. Los pocos espacios que quedaron sin intervenir, por donde aún fluyen los ríos y quebradas de manera libre, son aprovechados por lugareños y visitantes para reencontrarse con la tranquilidad que ya no se percibe en los grandes centros urbanos, justo en medio de aguas cristalinas. 

Ahora, el turismo hídrico representa una importante fuente de ingreso para los sanrafaelitas de a pie que no se han favorecido de los millonarios recursos económicos generados por las hidroeléctricas, que son la mayoría. Además, se han convertido en el lugar de encuentro social y cultural.

Pero justo cuando hay un camino allanado y las nuevas generaciones se adaptan, aparece nuevamente el voraz apetito de los intereses políticos y económicos por desviar los pocos espacios de agua que corren en libertad. La empresa Clear Water S.A.S, que representa legalmente Luis Hoyos (hermano del senador Germán Hoyos) solicitó licencia ambiental del proyecto hidroeléctrico “El Churimo” ante Cornare con las mismas estrategias de antaño: sin participación de la comunidad, con ausencia de información, sin la adecuada identificación de impactos que conlleva a un inadecuado esquema de compensaciones y en total sigilo. El procedimiento utilizado, por lo menos, levanta sospechas. 

Por fortuna, las habitantes de San Rafael han aprendido la lección y como pocos conocen los estragos de los proyectos extractivos en sus territorios. El colectivo de jóvenes "Somos del Río" y organizaciones locales llamaron la atención sobre la existencia del proyecto y de inmediato recibió la solidaridad de los sanrafaelitas, de organizaciones sociales de municipios aledaños, de líderes ambientales y defensores del territorio, entre otros. El pasado 15 de julio fue aprobada por parte de Cornare una Audiencia Pública para socializar el proyecto, conocer los impactos y aportar información relevante para el trámite de Licencia sobre el Río Churimo, a llevarse a cabo el próximo 25 de agosto.

La Audiencia Pública es la oportunidad para que los sanrafaelitas le cuenten a los interesados del proyecto y a las autoridades ambientales lo orgullosos que se sienten de sus ríos y quebradas; de la importancia económica, ecológica y social de las cuencas hídricas libres y vivas, de lo que han tenido que padecer por el desarrollo dentro de su territorio de proyectos que nunca le fueron consultados pero que cambiaron sus vidas para siempre. Es el momento para hacer un debate público sobre la necesidad de seguir desviando los ríos y de los beneficios que esto trae al bienestar de las comunidades locales. Informarse y participar es un deber moral.

Los ríos y quebradas, ahora, no solo son la esperanza de las nuevas generaciones por recuperar lo que perdieron con las hidroeléctricas, representan también su último refugio de vida y de libertad que les recuerda lo que algún día fue su territorio. Se han convertido en lugares sagrados. ¡Llego la hora de defenderlos!











[1] https://repository.udem.edu.co/bitstream/handle/11407/2368/Revista_Ingenierias_UdeM_266.pdf?sequence=2&isAllowed=y
[2] http://www.ipc.org.co/agenciadeprensa/index.php/2009/10/07/pobreza-en-el-oriente-antioqueno-contrasta-con-riqueza-del-territorio/

domingo, 17 de mayo de 2020

LA ENTRECRUZADA DEL CARRIEL

El Carriel es un símbolo del proceso de colonización del Occidente del país, o mejor dicho, de la franja norte de la cordillera occidental y central de los Andes, una pequeña parte de la extensión colombiana que se conoció como “colonización antioqueña”. Es un emblema de la ocupación (deforestación, degradación y fragmentación) de los páramos, bosques de niebla, bosques templados y bosques húmedos tropicales en los actuales departamentos de Antioquia, Caldas, Risaralda, Quindío, norte del Valle y pequeñas franjas montañosas del Tolima que rodean los nevados.

Miles de familias con carriel al hombro y hacha en mano transformaron bosques por pasturas. En este proceso, millones de litros de agua que nacían de sus entrañas y buscaban los ríos Magdalena y Cauca se perdieron desde finales de la colonia hasta nuestros días para darle paso al monocultivo del café, a la minería, la extracción de madera y la ganadería.

Ahora mismo, los escasos equilibrios ecológicos que han resistido son combinados con miles de litros de mercurio, convirtiendo al departamento de Antioquia en el territorio con las mayores concentraciones del metal pesado en las cuencas de sus ríos ¡todo un reto de salud pública!

Carriel, hacha y mercurio, por lo tanto, representan un modelo de desarrollo obsoleto que exige cambios con urgencia.

En las últimas décadas, el Carriel, otrora símbolo de la colonización antioqueña, ha venido asumiendo un rostro que le era desconocido. El ascenso al poder nacional de la clase terrateniente antioqueña, a inicios del siglo XXI, ha traído de vuelta su recuerdo, pero como una impostura, debido a que fue precisamente el modelo minifundista el que le dio vida. Ahora, los eventos sociales en los que participan los principales exponentes políticos de ese nuevo poder muestran sus habilidades sobre el caballo, con carriel terciado y tomando café. Toda una innovación disruptiva y un nuevo símbolo de poder.

Los campesinos de esas tierras, por su parte, ahora se debaten entre la restitución de tierras, las amenazas y el mantenimiento de actividades que nunca ha vuelto a tener los rendimientos de las bonanzas pasadas debido a la cuenta de cobro que pasa la biósfera por desconocer sus límites. Ahora mismo, es muy probable encontrarse a uno de ellos caminando en la ruralidad con botas de caucho y camiseta de equipo de fútbol, pero sin Carriel. Es evidente que ya no los representa.

Paradójicamente, en contravía de los vientos que exigen un cambio del paradigma que representó (y del que hoy representa) el Carriel, congresistas como Paola Holguín, Santiago Valencia y Álvaro Uribe, antioqueños todos, proponen un proyecto de ley para declararlo patrimonio nacional. ¿Patrimonio nacional el símbolo de un modelo de desarrollo localizado que acabó los bosques, redujo los flujos de agua, contaminó los ríos y hoy hace apología a la clase terrateniente? ¿Patrimonio nacional en plena época de crisis? ¿Vos te imaginás?