Más
rentas, más problemas.
Mientras la dinámica de extracción de minerales en Colombia sigue creciendo a pasos de gigante, también lo hacen los impactos ambientales y sociales que devastan el capital natural y potencializan el conflicto armado presente en el país. Esta es la realidad de la locomotora más veloz del gobierno Santos, que inició su aceleración en el anterior gobierno de Uribe.
El incremento de la inversión
extranjera en el sector minero-energético, presentado como un indicador de buen
gobierno, hace parte de un sofisma que pretende reconocer como riqueza la
extracción de recursos abióticos (como los minerales e hidrocarburos) y los
precios de sus derivados consolidados en mediciones económicas que determinan
el progreso de una sociedad a partir del crecimiento del Producto Interno Bruto
(PIB), pero que esconden la destrucción del capital natural y sumen a miles de
comunidades en la pobreza absoluta.
Todos
por el auge minero-energético, nadie por el ambiente.
En Colombia se invirtieron
cerca de 7.671 millones de dólares en el año 2011 para incentivar el sector
minero-energético, y en los últimos años se fortaleció la institucionalidad
para el manejo del territorio con potencial de hidrocarburos y minerales con la
creación de la Agencia Nacional de Hidrocarburos (ANH) y la Agencia Nacional de
Minería (ANM), ambas adscritas al Ministerio de Minas y Energía. Así mismo,
dado el incremento en la solicitud de licencias ambientales, instrumento de
política ambiental necesario para la realización de proyectos que tienen
grandes impactos socio-ambientales, se hizo necesario la creación de la Agencia
Nacional de Licencias Ambientales (ANLA), organismo adscrito al Ministerio de
Ambiente y Desarrollo Sostenible.
Las regalías (royalities), ingresos del Estado
derivados de las actividades extractivas de recursos abióticos que le
pertenecen, se presentan como el incentivo gubernamental para mantener el
modelo extractivista del Estado. Se estima que para los próximos 10 años se
recibirán cerca de 100 billones de pesos, y el Marco Fiscal de Mediano Plazo de
2012[1] señala que el crecimiento de
este año estará explicado por los recursos dinamizadores provenientes de del
sector minero-energético, y por el gasto de inversión de los gobiernos
regionales y locales con el nuevo esquema de regalías.
Así las cosas, hemos
construido un Estado especializado en materia minera, que basa sus éxitos en la
cantidad de minerales e hidrocarburos extraídos y la cantidad de regalías
obtenidas para financiar un aparato cada vez más grande –dada la especialización
y el incremento de las demandas sociales-, pero con un detrimento en su capital
natural. En otras palabras, hay una fuerte institucionalidad minera junto a una
débil institucionalidad ambiental.
Las rentas mineras también son
perseguidas por grupos armados al margen de la ley que extraen los recursos abióticos
sin ningún control institucional ni escrúpulo, agravando el conflicto armado
del país, e incrementando los impactos ambientales de dichas actividades. Todos
juntos: guerrilla, bandas criminales, Estado, transnacionales y comunidades
mineras, encuentran una estabilidad transitoria en los recursos económicos
derivados de actividades extractivas en el suelo y subsuelo colombiano, pero
desatienden los impactos que traerán para el país los cambios en la vocación
del territorio que provee servicios ecosistémicos esenciales por la estabilidad
de sus biomas –agua, aire, reciclaje de residuos, captura de carbono, entre
otros-.
La potrerización del país
es la consecuencia inmediata de ordenar el territorio basándose en el potencial
minero y de hidrocarburos, por encima de la ordenación ecológica, buen
indicador de la preferencia del Estado colombiano por los ingresos presentes y del
desconocimiento que se tiene de nuestra gran diversidad biológica contenida en
sus ecosistemas. Santos -y sus antecesores- tienen una deuda ambiental con el
país.
Nuevas
medidas de riqueza.
El Índice de Riqueza
Inclusiva (IWI, por sus siglas en inglés) aporta elementos al debate aquí
planteado. El IWI es un índice que mide el bienestar de los países desde un
enfoque de sostenibilidad, y reconoce como elementos de riqueza al capital
manufacturado (PIB), al capital humano (educación y habilidades) y al capital
natural (combustibles fósiles, bosques, minerales, pesquerías y tierras para la
agricultura). Se sostiene bajo una premisa básica: el bienestar
intergeneracional incrementa sólo si la riqueza (medida en precios) incrementa
en el mismo periodo de tiempo. De esta manera, la extensión del concepto de
riqueza -usualmente reducido al PIB- reconoce el impacto que tiene la
destrucción del capital natural y el capital humano en el crecimiento económico
tradicional.
En el cálculo del IWI
resaltan dos asuntos importantes para el país: i) para el periodo 1990-2008
Colombia tuvo un crecimiento anual del PIB de 2,01% en promedio, mientras que
el capital natural decreció en el mismo periodo un 0.39% anual; y ii) el
cálculo del IWI ajustado para cada habitante tuvo una disminución anual en el
mismo periodo de 0.08%. Esto quiere decir que en el 2008 los habitantes de
Colombia tenían 1.58% menos riqueza –o bienestar- que en el año 1990, pérdida
atribuida a la destrucción del capital natural, en especial, la extracción de
combustibles fósiles, el deterioro de tierras de cultivo, el aumento de
pastizales y el deterioro de los bosques[2].
¿Qué
es lo que buscamos como bienestar en Colombia?
La gruesa chequera del
Estado y de las empresas minero-energéticas contrasta con la destrucción del
capital natural que provee servicios ecosistémicos esenciales para el hombre y
otras especies vivas, sin contar los impactos sociales que afectan las
comunidades aledañas a los proyectos extractivos, y la exacerbación del
conflicto armado en el país. Se privilegia el presente con las actividades que
destruyen nuestro bienestar –como lo demuestra el IWI-, y celebramos las
noticias que reportan aumentos en la extracción de petróleo, carbón, oro y
níquel, sin siquiera ocuparnos de los impactos que generaron.
Oponerse a la extracción de recursos abióticos, sin embargo, es un galimatías. No se trata de sacar de nuestra estructura económica al sector minero-energético, sólo se trata ordenar el territorio ambientalmente, definiendo cuáles son los ecosistemas estratégicos que deben conservarse, y una vez establecidas las prioridades en materia ecológica, ahora sí organizar el territorio en materia minera y petrolera, no al revés. Esto implica: i) la identificación de la diversidad biológica que tiene el país y el reconocimiento de su capital natural para otorgarle el valor real que merece, asunto en el que el país está rezagado, ii) la participación de las comunidades que se ven impactadas directamente para que compartan la visión del mundo sobre el territorio en el que habitan, y iii) la definición de prioridades para el país en el mediano y largo plazo.
Estos serán los asuntos que
ocupen la agenda pública de Colombia en los próximos años, y de los límites que
se pongan a la actividad minero-energética, y de la reorganización ambiental
del territorio, dependerá el bienestar de los colombianos. Por eso se hace impostergable
la discusión, para saber con claridad cuáles son los impactos del modelo de
desarrollo al que le estamos apostando, y cuál es el que queremos.
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