Querida
familia Quintero Hernández y personas afectas, amigos todos.
Hoy no
es un día cualquiera. Personas venidas de todas partes somos partícipes en éste
instante de una jornada que enluta nuestros corazones enardecidos por la
partida de nuestra adorada Manuelita; quizás sentimientos más hondos en quienes
compartimos momentos de nuestras vidas con esa gran gestora familiar, la de
ésta generación de hijos, nietos y bisnietos. Es apenas natural sentir ese
extraño sentimiento de vacío que deja una persona tan especial para cada uno de
nosotros, y por supuesto, el llanto y la melancolía son expresiones que dejan
saber cuán importante era para cada uno de nosotros. Pero yo no vengo a
hablarles de desconsuelo ni desánimo, porque creo que lo que voy a relatar no
es motivo de llanto sino de orgullo. Acá no hay momento para tristezas, por eso
quiero compartir una reflexión que, sin lugar a dudas, invita a mantener en
alto la memoria de nuestra madre, nuestra abuela, nuestra amiga, pero también,
la imagen de nuestro padre, nuestro abuelo o nuestro amigo.
Resulta
imposible intentar recordar la vida de Manuela Hernández sin su compañero de
vida: Pedro Quintero. Ambos representan la idea eterna del amor, comprensión,
apoyo y solidaridad. Ella y él son, de todas maneras, testimonio vivo de
algunos de los ideales más elementales de los seres humanos, por lo que voy a
permitirme mencionar tres de ellos a manera de homenaje:
El
primero de ellos es esa esquiva idea de felicidad. Creo que mi abuela y mi
abuelo son unos adelantados para nuestros días: ellos comprendieron mejor que
nadie que el propósito de la vida es la búsqueda de la felicidad, esa que no
requiere de excesos materiales ni de necesidades ilimitadas: la felicidad se
encuentra en las cosas simples, y realmente era fácil comprenderlo con tan solo
verlos. Es como si hubieran leído la encíclica del papa Francisco 52 años
atrás. Ellos dos hicieron testimonio esa máxima de vivir para ser feliz, no
para acumular. Mientras cada uno de nosotros agota su vida detrás de un
objetivo que parece nunca va a llegar –mayor salario, pensiones rápidas,
negocios exitosos, prestigio-, ellos simplemente decidieron acompañarse para
toda la vida, y lo lograron. Sin temor a equivocarme, ellos dos vieron
anticipadamente el camino de la felicidad. Si me lo preguntan la felicidad es
sinónimo de Pedro y Manuela, porque lograron encontrar en lo simple, lo básico
y la humildad la vida misma sin complicaciones, esas que solo están en nuestras
mentes.
El
segundo ideal es el amor. 55 años y un sinnúmero de lugares dan fe de un
encuentro fortuito en Calarcá que duró para siempre. Hoy, más que nunca, cuando
la estabilidad emocional y la vida en pareja se convierten en la excepción,
ellos, mis abuelitos, lograron mantener ese lazo encendido desde la juventud.
De veraz, ellos son nuestra mayor esperanza de amor. Creo que los protagonistas
del libro de García Márquez, El amor en
los tiempos del cólera, son ellos, con una sola variante, nunca se
separaron. Fui testigo de éste amor sólo los últimos años, pero fueron
suficientes para entender que la vida, en ocasiones, les permite a dos personas
vivir una sola vida, esa que se transita con la confianza como conductora y
sobre la autopista de la solidaridad.
Como
tercero, nuestros abuelitos nos enseñaron que la paciencia es el valor
necesario para mantener el equilibrio en las familias y en la sociedad. Siempre
supieron transmitir el valor de la espera para alcanzar el éxito. En ésta
sociedad donde prima la inmediatez y el corto plazo, Manuela y Pedro lograron
mantener la sapiencia para saber que las mejores cosas de la vida toman tiempo,
y sus más de 55 años de trabajo como mamá, esposa y abuela lo demuestran. Esa
es la razón para que ella, Manuelita, supiera soportar los golpes de vida,
porque solo así logró disfrutar de manera más exquisita esos momentos de dicha
como un abrazo del esposo, de sus hijos y sus nietos. Incluso, tuvo el valor de
esperar a que todos sus hijos se reunieran la última semana a su alrededor para
lograr ese descanso eterno.
Puede
pensarse que los homenajes que se rinden a las personas que han pasado a
disfrutar de la tranquilidad eterna son infructuosas, pero para mí son
necesarias para recordarnos que hay camino al andar, porque como dice Serrat: “Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es
pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar”.
Y si,
hoy despedimos el cuerpo de nuestra adorada Manuelita, pero nunca nos
permitiremos decirle adiós a esas enseñanzas: felicidad con las cosas simples,
el amor eterno y la paciencia como eje conductor de nuestras decisiones. El
mejor homenaje para ella, por supuesto, es dejar de llorarla y empezar a
imitarla.
Y
abuelito querido, creo equivocado que pienses que has quedado sin mi abuelita.
Como lo dije en éstas líneas, algunas personas viven una sola vida, esa que
seguirás viviendo tú, junto a ella, porque recuerda que ustedes dos prometieron
no separarse nunca, y ahora mi abuelita está dentro de ti, en tu corazón, ella
sigue viva dentro de tí.
Con
sentido afecto,
Hernán
Felipe Trujillo Quintero