martes, 30 de septiembre de 2014

PARQUE TAYRONA: ENTRE LA RIQUEZA ECOLÓGICA Y EL DESASTRE CULTURAL



Acceder al Parque Nacional Natural Tayrona (PNNT) resulta una experiencia contradictoria. El recorrido desde Cañaveral hasta Piscina puede tardar cerca de hora y media en medio de grandes árboles de guayacán, palmeras y manglares, y con el avistamiento de monos tití, ñeques y lagartijas. Al mismo tiempo, es posible encontrar botellas PET y bolsas de plástico en pequeños arroyos, en los manglares y en la arena de la playa. Grandes cantidades de residuos humanos en medio de una exuberante biodiversidad.

EL PNNT fue declarado en 1964 como un ecosistema estratégico para la conservación, y desde ese momento, aparecieron conflictos por el territorio en virtud de derechos adquiridos con anterioridad a la declaratoria. Hoy mantiene una estructura mixta de propiedad, aunque sobre el mismo sólo se pueden desarrollar actividades de conservación, investigación, recreación, recuperación y control. Valga decirlo: el propósito de la declaratoria era evitar la degradación por factores antrópicos, esto es, aislarlo de las actividades humanas. 

Pese a lo anterior, las 15 mil hectáreas con las que cuenta el parque debieron soportar un tráfico en el año 2013 de 307 mil personas, según datos del Ministerio de Ambiente, con un crecimiento entre el 2011 y 2013 del 29%. De continuar este ritmo, cuando celebremos nuestro bicentenario en el 2019, tendremos cerca de 2 mil personas visitando el parque diariamente. ¿Cuánta infraestructura se requerirá para atender la demanda de visitantes? ¿Es posible conservar los ecosistemas allí presentes con esta cantidad de humanos interviniendo el territorio?

La respuesta a lo anterior se encuentra en la capacidad de carga del PNNT, asunto que resulta importante determinar para este territorio, pero que tiene aspectos metodológicos que dificultan su cálculo. De hecho, mientras la capacidad de carga turística enfatiza el punto óptimo en el que el desarrollo del turismo no afecta la estructura económica, social, cultural y ambiental, la capacidad de carga física evalúa el límite de infraestructura turística y afluencia de visitantes, y la capacidad de carga psicológica limita la cantidad de visitantes y actividades para beneficiar la experiencia cualificada del turista. Un asunto nada fácil de resolver.

Al margen de cuál es la capacidad de carga del PNNT, visitarlo llama la atención por cuatro aspectos: la precaria infraestructura turística existente, la sobrecarga de los senderos, el mal manejo de los residuos y el consumo de sustancias psicoactivas por parte algunos turistas sin ningún control. Todos estos aspectos parecen encender las luces rojas sobre la capacidad de carga del parque.

La racionalidad humana ha llevado a desconsiderar los valores monetarios del suministro de servicios ecosistémicos que prestan territorios como el PNNT, y actividades como el ecoturismo desbordado lleva a que la cantidad de residuos humanos generados no sean asimilados por los procesos naturales de reciclaje, y resulten saturando los suelos y las aguas, lo que nos lleva a un escenario contrario al propósito inicial de la declaratoria ¿Cuántos humanos son suficientes para mantener los equilibrios del PNNT? Seguramente muchos menos que las 307 mil personas que lo visitaron en el 2013. Los costos de mantener el territorio equilibrado deben reflejarse en un precio mayor a los $14.500 hoy recaudados por visitante debido a que debemos internalizar las externalidades generadas dentro del parque. 

La sostenibilidad fuerte involucra un asunto vital: el decrecimiento, y es notorio que no se necesita un crecimiento de turistas en el PNNT. Me temo que las supuestas buenas noticias del aumento de turistas no se compadecen con los impactos que saltan a la vista con tan solo caminar por sus senderos. El nuevo concepto de riqueza requiere pensar en un paradigma distinto al crecimiento, sólo así podremos hablar de conservación in situ.


miércoles, 27 de agosto de 2014

EL CERO DE SIEMPRE

Amelia Aristizabal* recorre las calles del municipio de San Rafael (Antioquia) todas las mañanas, justo en el momento en que el sol se levanta y abraza las cordilleras rodeadas de bosques tropicales y grandes represas. Sobre las aceras aún permanece el vaho de la madrugada y se escuchan de fondo los pájaros azulejos que se entremezclan con el ruido de mototaxis que preparan el inicio de una nueva jornada laboral.

Son las 7:00 am y en el oriente antioqueño todo parece transcurrir con normalidad. Hace apenas 10 años estos territorios eran un campo de batalla que se disputaba el Frente 9 de las FARC, el Bloque Metro de las AUC –posteriormente llamado Héroes de Granada- y la débil institucionalidad del Estado colombiano. Amelia parece no olvidar lo vivido en aquellos tiempos de guerra, y recuerda como si fuera ayer aquella tarde del año 2004 cuando su esposo, un prominente comerciante de la región, fue baleado por los paramilitares en una de las últimas masacres perpetuadas en el municipio por este grupo armado ilegal. Sus tres hijos quedaron huérfanos y ella, en un abrir y cerrar de ojos, pasó a ser la cabeza del hogar. Esta situación se repitió en cientos y cientos de familias que, en la llamada por los sanrafaelitas “época de la violencia”, perdieron alguno de sus seres queridos.

Las cicatrices de la guerra parecen cerrar a paso cansino, y la señora Aristizabal concentra su atención en las actividades que tiene programadas para los niños aquella mañana en el aula, mientras agiliza su andar. Al cruzar el gran árbol de Almendras que custodia la entrada del Centro de Desarrollo Infantil Rosita Callejas, el acento paisa se hace inconfundible: ¡Oíste pues, que lindos y lindas amanecieron estas preciosuras hoy¡ susurran las profesoras en las blancas rejas que envuelven al Centro, y acto seguido, unen sus rostros en un gesto de cordialidad.

Amelia lleva toda una vida dedicada a la enseñanza y el cuidado de la primera infancia de San Rafael, por sus manos han pasado al menos dos generaciones, incluido el actual alcalde. Para ella, la labor que allí desempeña no sólo representa el poder desarrollar su vocación y el distractor que le ha servido para amortiguar los dolores de la guerra, sino que con el salario que recibe satisface sus necesidades familiares.

La llegada de los niños, a la 8 de la mañana, coincide con el reporte que entrega la directora del Rosita Callejas que este día tampoco podrá ser. Desde el mes de junio no reciben el pago de su salario. Los ahorros de la señora Aristizabal, como los de sus compañeras, se agotan y sus preocupaciones del pasado ahora se confunden con las preocupaciones mensuales de facturas y mercados.

El gobierno de Juan Manuel Santos, en su primer periodo, lanzó una ambiciosa estrategia para la atención de la primera infancia denominada “De Cero a Siempre”, en la que “reúne políticas, programas, proyectos, acciones y servicios dirigidos a la primera infancia, con el fin prestar una verdadera Atención Integral que haga efectivo el ejercicio de los derechos de los niños y las niñas entre cero y cinco años de edad”. En efecto, el Estado tiene la obligación de garantizar la protección, la salud, la nutrición y la educación inicial desde el momento de la gestación hasta los cinco años, responsabilidad compartida con las familias y la sociedad.

La cabeza de la coordinación interinstitucional para poner en ejecución la estrategia es el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), y el Centro de Desarrollo Infantil Rosita Callejas es una de las instituciones que priorizó la atención integral de los niños y niñas del SISBEN 1, 2 y 3.

La incorporación de la estrategia en el municipio de San Rafael fue liderada por el operador ASOCIACIÓN DE PADRES DE FAMILIA DE LOS NIÑOS USUARIOS DEL HOGAR INFANTIL CAPERUCITA, quien a su vez, fue contratado por el ICBF. Ahora mismo, el Centro que opera en San Rafael depende económicamente de los recursos que entrega el operador, quien a su vez, depende del presupuesto destinado por el gobierno para la estrategia.

Dicha triangulación es ajena para Amelia y sus compañeras de trabajo, y lo único que tienen claro es que llevan dos meses sin recibir la contraprestación debida. La labor que ellas desempeñan en el Rosita Callejas es crucial para la superación de las brechas socio-económicas existentes en el país, especialmente en municipios como San Rafael, donde el postconflicto ya es una realidad, y se requieren acciones estrategias que garanticen la no repetición de la guerra y el incremento de la calidad de vida, justamente el propósito que viene desarrollando el Centro.

Han pasado ya 8 horas desde que llegaron los niños a su segundo hogar, y a la mente de Amelia vienen los recuerdos del emotivo discurso presidencial de posesión del pasado 7 de agosto, en el que fue anunciada la histórica locomotora de la educación con una destinación de recursos jamás vista por el país, pero que en nada se corresponde con su realidad. La llegada de los padres de los niños la interrumpen. Sus escasos ahorros empiezan a agotarse como también el mercado de la semana para alimentar a los niños que acuden diariamente al Rosita Callejas.  Si para el próximo viernes 29 de agosto no hay noticias positivas para el Centro y sus trabajadores, entrarán en paro indefinido.

Los 120 niños que acompañan a Amelia y sus compañeras también quedarán cesantes, dentro de un sistema que propone cerrar las brechas existentes y prepararnos para el postconflicto, pero que no es capaz de garantizar el flujo de recursos para que la estrategia de De Cero a Siempre sea una realidad de una vez por todas.

San Rafael (Antioquia) se prepara para una noche más, y la señora Amelia Aristizabal revisa su saldo en el cajero y se encuentra con la constante de sus últimas cuatro quincenas, el cero de siempre.




* Nombre cambiado para proteger la identidad de la protagonista.

lunes, 5 de mayo de 2014

SOSTENIBILIDAD FUERTE EN EL SECTOR MINERO-ENERGÉTICO: NECESIDAD IMPERANTE



Los hechos noticiosos de los últimos días son coincidentes: Casanare y una sequía extrema, disminución del caudal hídrico de quebradas que abastecen acueductos de Piedras (Tolima) y Barichara (Santander), dificultades para las embarcaciones y la pesca artesanal en el Canal del Dique por su bajo nivel, la represa de Chivor al 30% de su capacidad. 

Lo que antes era un asunto de ambientalistas (cambio climático y contaminación), hoy es un asunto que capta la atención de medios de comunicación y la ciudadanía en general. Las alteraciones ecosistémicas han empezado a generar cambios en nuestro bienestar económico, y en esta medida, empezamos a tomarnos en serio estos desequilibrios.

El cambio climático no es un escenario, como seguramente se discutía a finales del siglo XX, hoy es una realidad que no planeamos, no preparamos. La civilización humana mantiene una relación de subordinación con su entorno, al que creímos ilimitado. Pero los acontecimientos muestran que desenvolvemos nuestra existencia en un mundo finito, en el que además se requieren unos equilibrios para garantizar la vida en la tierra, como el caso del ciclo del agua.

Depositamos nuestra confianza para resolver nuestras problemáticas socio-ambientales en el discurso del Desarrollo Sostenible (DS), al que está adherida la denominada responsabilidad social empresarial o sostenibilidad organizacional, y mantiene una fe ciega en los avances de la ciencia sin cambios en los patrones culturales (sostenibilidad débil). El deterioro del entorno social y ambiental no se detiene, aun cuando empieza a ser tenido en cuenta el discurso del DS en las organizaciones.

El escenario de las últimas semanas en nuestro país también ha puesto sobre la mesa a los supuestos responsables de la crisis ambiental. Nuestros patrones de consumo y de producción no incorporan la degradación ambiental en el sistema de precios, por lo que pasan invisibles en la contabilidad humana que basa su noción de riqueza en los flujos monetarios. Extraemos (no producimos) hidrocarburos y otros minerales a un ritmo que se corresponde con los costos económicos y los precios en el mercado internacional, pero no internalizamos los costos socio-ambientales.

En el sector minero-energético, las empresas cuentan con estrategias de sostenibilidad ancladas a sus estructuras organizacionales, pero son cuestionadas cada vez más ¿qué falla en estas organizaciones? La respuesta es sencilla: no atienden adecuadamente sus impactos al ambiente y mantienen un relacionamiento con el entorno social equivocado. A pesar de los esfuerzos publicitarios por trasmitir una imagen sostenible, la ciudadanía colombiana está cada vez más informada, y no bastan las acciones filantrópicas ni patrióticas.

Los esfuerzos de la sostenibilidad organizacional deben ser, cuando menos, equiparables a la gestión de cada uno de los riesgos socio-ambientales generados a sus grupos de interés. Una organización que sea cuestionada por el manejo de agua –como en el caso de Paz de Ariporo y Hato Corozal, Casanare- debe ocupar sus esfuerzos en manejar el costo de oportunidad de usar el recurso escaso buscando consensos con la comunidad, entidades territoriales, órganos de control y autoridades ambientales. Si el consenso implica una menor extracción de hidrocarburos o minerales para no alterar el ciclo hídrico, esta decisión no podrá verse como un costo para la organización, sabiendo que en todo caso, no incorporar los límites físicos a las actividades económicas puede ser más costoso para ésta en el mediano y largo plazo, y traerá mayores costos ambientales y sociales con consecuencias inciertas para los colombianos. Analizar las actividades minero-energéticas como sistemas abiertos les permitirá a quienes gestionan sus operaciones con mayor racionalidad en búsqueda de la sostenibilidad.

Son tantos los frentes por atender en materia social y ambiental para este sector de la economía, que resulta inconcebible que se utilicen recursos para financiar actividades altruistas –muy valiosas por cierto- y que no se ocupen de sus riesgos inmediatos. Las empresas minero-energéticas pierden una oportunidad valiosa de ocuparse de sus verdaderos impactos, y mantienen el sinsabor en la opinión pública de que son actividades con altos impactos y poca gestión para resolverlos. 

La apuesta por una sostenibilidad fuerte, en la que se cuestione internamente la senda de extracción y se reconozcan sus impactos en sistemas abiertos, aunada a una estrategia decidida por gestionar adecuadamente los riesgos socio-ambientales de sus actividades, es el escenario que todas las empresas mineras y de hidrocarburos debieran tomar. Apostarle a la sostenibilidad débil es transitar por un camino peligroso.

viernes, 16 de noviembre de 2012

SECTOR MINERO-ENERGÉTICO EN COLOMBIA: ENTRE LAS RENTAS PRESENTES Y LA MISERIA FUTURA.


Más rentas, más problemas.

Mientras la dinámica de extracción de minerales en Colombia sigue creciendo a pasos de gigante, también lo hacen los impactos ambientales y sociales que devastan el capital natural y potencializan el conflicto armado presente en el país. Esta es la realidad de la locomotora más veloz del gobierno Santos, que inició su aceleración en el anterior gobierno de Uribe.

El incremento de la inversión extranjera en el sector minero-energético, presentado como un indicador de buen gobierno, hace parte de un sofisma que pretende reconocer como riqueza la extracción de recursos abióticos (como los minerales e hidrocarburos) y los precios de sus derivados consolidados en mediciones económicas que determinan el progreso de una sociedad a partir del crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB), pero que esconden la destrucción del capital natural y sumen a miles de comunidades en la pobreza absoluta.


Todos por el auge minero-energético, nadie por el ambiente.

En Colombia se invirtieron cerca de 7.671 millones de dólares en el año 2011 para incentivar el sector minero-energético, y en los últimos años se fortaleció la institucionalidad para el manejo del territorio con potencial de hidrocarburos y minerales con la creación de la Agencia Nacional de Hidrocarburos (ANH) y la Agencia Nacional de Minería (ANM), ambas adscritas al Ministerio de Minas y Energía. Así mismo, dado el incremento en la solicitud de licencias ambientales, instrumento de política ambiental necesario para la realización de proyectos que tienen grandes impactos socio-ambientales, se hizo necesario la creación de la Agencia Nacional de Licencias Ambientales (ANLA), organismo adscrito al Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible.

Las regalías (royalities), ingresos del Estado derivados de las actividades extractivas de recursos abióticos que le pertenecen, se presentan como el incentivo gubernamental para mantener el modelo extractivista del Estado. Se estima que para los próximos 10 años se recibirán cerca de 100 billones de pesos, y el Marco Fiscal de Mediano Plazo de 2012[1] señala que el crecimiento de este año estará explicado por los recursos dinamizadores provenientes de del sector minero-energético, y por el gasto de inversión de los gobiernos regionales y locales con el nuevo esquema de regalías.

Así las cosas, hemos construido un Estado especializado en materia minera, que basa sus éxitos en la cantidad de minerales e hidrocarburos extraídos y la cantidad de regalías obtenidas para financiar un aparato cada vez más grande –dada la especialización y el incremento de las demandas sociales-, pero con un detrimento en su capital natural. En otras palabras, hay una fuerte institucionalidad minera junto a una débil institucionalidad ambiental.

Las rentas mineras también son perseguidas por grupos armados al margen de la ley que extraen los recursos abióticos sin ningún control institucional ni escrúpulo, agravando el conflicto armado del país, e incrementando los impactos ambientales de dichas actividades. Todos juntos: guerrilla, bandas criminales, Estado, transnacionales y comunidades mineras, encuentran una estabilidad transitoria en los recursos económicos derivados de actividades extractivas en el suelo y subsuelo colombiano, pero desatienden los impactos que traerán para el país los cambios en la vocación del territorio que provee servicios ecosistémicos esenciales por la estabilidad de sus biomas –agua, aire, reciclaje de residuos, captura de carbono, entre otros-.

La potrerización del país es la consecuencia inmediata de ordenar el territorio basándose en el potencial minero y de hidrocarburos, por encima de la ordenación ecológica, buen indicador de la preferencia del Estado colombiano por los ingresos presentes y del desconocimiento que se tiene de nuestra gran diversidad biológica contenida en sus ecosistemas. Santos -y sus antecesores- tienen una deuda ambiental con el país.


Nuevas medidas de riqueza.

El Índice de Riqueza Inclusiva (IWI, por sus siglas en inglés) aporta elementos al debate aquí planteado. El IWI es un índice que mide el bienestar de los países desde un enfoque de sostenibilidad, y reconoce como elementos de riqueza al capital manufacturado (PIB), al capital humano (educación y habilidades) y al capital natural (combustibles fósiles, bosques, minerales, pesquerías y tierras para la agricultura). Se sostiene bajo una premisa básica: el bienestar intergeneracional incrementa sólo si la riqueza (medida en precios) incrementa en el mismo periodo de tiempo. De esta manera, la extensión del concepto de riqueza -usualmente reducido al PIB- reconoce el impacto que tiene la destrucción del capital natural y el capital humano en el crecimiento económico tradicional.

En el cálculo del IWI resaltan dos asuntos importantes para el país: i) para el periodo 1990-2008 Colombia tuvo un crecimiento anual del PIB de 2,01% en promedio, mientras que el capital natural decreció en el mismo periodo un 0.39% anual; y ii) el cálculo del IWI ajustado para cada habitante tuvo una disminución anual en el mismo periodo de 0.08%. Esto quiere decir que en el 2008 los habitantes de Colombia tenían 1.58% menos riqueza –o bienestar- que en el año 1990, pérdida atribuida a la destrucción del capital natural, en especial, la extracción de combustibles fósiles, el deterioro de tierras de cultivo, el aumento de pastizales y el deterioro de los bosques[2].


¿Qué es lo que buscamos como bienestar en Colombia?

La gruesa chequera del Estado y de las empresas minero-energéticas contrasta con la destrucción del capital natural que provee servicios ecosistémicos esenciales para el hombre y otras especies vivas, sin contar los impactos sociales que afectan las comunidades aledañas a los proyectos extractivos, y la exacerbación del conflicto armado en el país. Se privilegia el presente con las actividades que destruyen nuestro bienestar –como lo demuestra el IWI-, y celebramos las noticias que reportan aumentos en la extracción de petróleo, carbón, oro y níquel, sin siquiera ocuparnos de los impactos que generaron.

Oponerse a la extracción de recursos abióticos, sin embargo, es un galimatías. No se trata de sacar de nuestra estructura económica al sector minero-energético, sólo se trata ordenar el territorio ambientalmente, definiendo cuáles son los ecosistemas estratégicos que deben conservarse, y una vez establecidas las prioridades en materia ecológica, ahora sí organizar el territorio en materia minera y petrolera, no al revés. Esto implica: i) la identificación de la diversidad biológica que tiene el país y el reconocimiento de su capital natural para otorgarle el valor real que merece, asunto en el que el país está rezagado, ii) la participación de las comunidades que se ven impactadas directamente para que compartan la visión del mundo sobre el territorio en el que habitan, y iii) la definición de prioridades para el país en el mediano y largo plazo.

Estos serán los asuntos que ocupen la agenda pública de Colombia en los próximos años, y de los límites que se pongan a la actividad minero-energética, y de la reorganización ambiental del territorio, dependerá el bienestar de los colombianos. Por eso se hace impostergable la discusión, para saber con claridad cuáles son los impactos del modelo de desarrollo al que le estamos apostando, y cuál es el que queremos.   




[1] Disponible en: http://www.minhacienda.gov.co/portal/page/portal/MinHacienda1/MARCO%20FISCAL%20DE%20MEDIANO%20PLAZO%202012.pdf
[2] Disponible en: http://www.unep.org/newscentre/default.aspx?ArticleID=9174&DocumentID=2688

domingo, 24 de junio de 2012

CONCLUSIONES RÍO+20: DESESPERANZA MUNDIAL, TOMANDO EL CAMINO HACIA EL NO RETORNO.


Nacía una esperanza.
La esperanza que el mundo civil tenía en la Conferencia de Naciones Unidas para el Desarrollo Sostenible (CNUDS) Rio+20 acabó derrumbándose. Las expectativas sobredimensionaron la voluntad política de los países allí reunidos. El punto hacia el no retorno se acerca, y el mundo lo mira con indiferencia, con desgana, con total desconocimiento de las consecuencias para la vida en el planeta tierra.

Veinte años atrás, quizás en la Conferencia de Naciones Unidas para el Desarrollo Sostenible más productiva de todas las relacionadas con la temática ambiental, reunida en Río de Janeiro (Brasil), los países que hacen parte de Naciones Unidas se comprometieron con la protección de la biodiversidad y la disminución de emisión de gases efecto invernadero. La esperanza de retroceder el ritmo de destrucción de la vida era presumible para los años siguientes.  

20 años, y sin avances en materia ambiental.
Para 2012, los retos estaban por el lado de los combustibles fósiles utilizados para la generación de la energía que consume el mundo. La magnitud en la extracción y quema de petróleo, gas y carbón explica la disminución de la biodiversidad del planeta, exacerba conflictos nacionales e internacionales, los gases liberados aportan al cambio climático, y la contaminación del aire afecta la salud humana. Nada ha cambiado desde Río 1992.

La Agencia Internacional de Energía estima que para el 2050 al menos 70% de la energía que se consumirá en el mundo se seguirá obteniendo, como hoy, a partir de la quema de combustibles fósiles. La OCDE va más allá, y cree que la participación de combustibles fósiles no será menor de 85%.

El cambio de generación de energía con fuentes fósiles hacia energías renovables es imperativo. Incentivos desde el punto de vista económico, consciencia de las consecuencias de la inacción, y voluntad desde el punto de vista político para corregir los fallos que se presentan dentro del mercado son algunas de las propuestas para cambiar la agresiva emisión de carbono.

El mundo necesitaba que en la reunión de Río+20 los países se comprometieran a cambiar su mix energético hacia fuentes renovables, y un primer avance era el desmonte al subsidio de combustibles fósiles, presente en la mayor parte de economías del mundo. No hubo acuerdo para ello. Incluso, hubo posiciones como la de Venezuela que defienden los combustibles fósiles como eficientes y sostenibles. Estas declaraciones, aunque parezcan aisladas, irresponsables e irracionales, en la práctica explican los resultados de la CNUDS.

Por otro lado, el mundo sigue sin tener una organización que tome en serio los asuntos ecológicos y ambientales. La propuesta de Francia para crear una agencia que fuese el organismo especializado en el manejo del medio ambiente mundial dentro de Naciones Unidas, buscando trascender el actual Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), y con la intención de generar instrumentos que obliguen a las economías del mundo a poner límites a los procesos económicos, no tuvo eco en la CNUDS del 2012. Nada cambió en materia institucional.

Río+20 tampoco logró conseguir los recursos necesarios para financiar la conservación de bosques tropicales a través de mecanismos REDD. La creación de un fondo de US$30.000 millones anuales, provenientes de diferentes fuentes quedó frustrada. Mantener en pie los bosques será cada vez más difícil en los países del Sur.

La apuesta de la economía verde, título floreciente dado a la declaración emanada en Río, tampoco será obligatorio. Se exhorta a los países para que enfoquen sus políticas hacia el crecimiento verde, pero será voluntario.

En Colombia, nada que celebrar.
Colombia, mientras tanto, celebra que su propuesta de Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) haya sido acogida dentro de la declaración. Reemplazarán a lo extensamente conocidos Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), planteados hasta el 2015. Los ODS serán, como los ODM, voluntarios. Al igual que la propuesta de economía verde, en nada resuelve los problemas ambientales que aquejan el planeta tierra.

Pero Colombia se destacó por ser uno de los 6 países menos sostenible. Si se descuenta de la producción económica la destrucción del capital natural, el crecimiento de su economía es negativo en términos per cápita. Colombia, entre 1990 y 2008, incrementó su PIB en un 35%, pero capital natural disminuyó 31% bajo las mediciones del nuevo Índice de Riquezas Inclusivas (IWI, por sus siglas en inglés).

La noticia no ha tenido mucho eco, pero significa que el crecimiento económico basado en extracción de commodities no es sostenible, destruye el capital natural y no se repone, deteriora ecosistemas y la biodiversidad del país. Los recursos naturales son finitos y tienen un valor, y su destrucción priva del disfrute de estos recursos a futuras generaciones, por lo que hay que descontarlo del crecimiento económico.

Colombia está lejos de ser una economía que respete su capital natural, así se precie de ser un país megadiverso. Producir a costa de su riqueza natural, en esencia, no es crecer. La trayectoria a largo plazo de la economía basada en la extracción de recursos naturales está condenada al fracaso, y a la destrucción de la vida misma. En Río+20, por tanto, Colombia también perdió.

Retos locales, incertidumbre global.
Ante el fracaso de la CNUDS en Río+20 no hay esperanza en la solución del deterioro global desde el escenario político internacional. Las esperanzas están puestas ahora en la iniciativa privada de las empresas y las familias. Mejoras en la eficiencia energética de la región, investigación y desarrollo que se enfoque en fuentes alternativas de energía, un menor consumo per cápita de la población mundial que disminuya la presión sobre los recursos naturales, y el pago por servicios ambientales para conservación de ecosistemas pueden ser las alternativas, que desde el sector privado, pueden revertir el deterioro ambiental que experimenta el planeta. El riesgo que se corre es que, desde lo local, no se evidencie la magnitud del problema, y el deterioro ambiental termine sobrepasando la voluntad de la iniciativa privada.

El gran perdedor de los tenues consensos de Río+20, sin lugar a dudas, es el planeta tierra y la vida que alberga. El deterioro de las condiciones del ambiente que permiten la supervivencia de las especies es cada vez más notorio, y el punto de no retorno está cada vez más cerca. Cada segundo que pasa la tierra es menos capaz de mantener la vida en su faz, y el hombre es el único responsable de que se agote. Lo paradójico es que intenta darle la espalda en cada oportunidad que tiene de oxigenarla.