Los
hechos noticiosos de los últimos días son coincidentes: Casanare y una sequía
extrema, disminución del caudal hídrico de quebradas que abastecen acueductos de
Piedras (Tolima) y Barichara (Santander), dificultades para las embarcaciones y
la pesca artesanal en el Canal del Dique por su bajo nivel, la represa de
Chivor al 30% de su capacidad.
Lo
que antes era un asunto de ambientalistas (cambio climático y contaminación),
hoy es un asunto que capta la atención de medios de comunicación y la
ciudadanía en general. Las alteraciones ecosistémicas han empezado a generar
cambios en nuestro bienestar económico, y en esta medida, empezamos a tomarnos
en serio estos desequilibrios.
El
cambio climático no es un escenario, como seguramente se discutía a finales del
siglo XX, hoy es una realidad que no planeamos, no preparamos. La civilización
humana mantiene una relación de subordinación con su entorno, al que creímos
ilimitado. Pero los acontecimientos muestran que desenvolvemos nuestra
existencia en un mundo finito, en el que además se requieren unos equilibrios
para garantizar la vida en la tierra, como el caso del ciclo del agua.
Depositamos
nuestra confianza para resolver nuestras problemáticas socio-ambientales en el
discurso del Desarrollo Sostenible (DS), al que está adherida la denominada
responsabilidad social empresarial o sostenibilidad organizacional, y mantiene
una fe ciega en los avances de la ciencia sin cambios en los patrones
culturales (sostenibilidad débil). El deterioro del entorno social y ambiental
no se detiene, aun cuando empieza a ser tenido en cuenta el discurso del DS en
las organizaciones.
El
escenario de las últimas semanas en nuestro país también ha puesto sobre la
mesa a los supuestos responsables de la crisis ambiental. Nuestros patrones de
consumo y de producción no incorporan la degradación ambiental en el sistema de
precios, por lo que pasan invisibles en la contabilidad humana que basa su
noción de riqueza en los flujos monetarios. Extraemos (no producimos)
hidrocarburos y otros minerales a un ritmo que se corresponde con los costos
económicos y los precios en el mercado internacional, pero no internalizamos
los costos socio-ambientales.
En
el sector minero-energético, las empresas cuentan con estrategias de
sostenibilidad ancladas a sus estructuras organizacionales, pero son
cuestionadas cada vez más ¿qué falla en estas organizaciones? La respuesta es
sencilla: no atienden adecuadamente sus impactos al ambiente y mantienen un
relacionamiento con el entorno social equivocado. A pesar de los esfuerzos
publicitarios por trasmitir una imagen sostenible, la ciudadanía colombiana
está cada vez más informada, y no bastan las acciones filantrópicas ni
patrióticas.
Los
esfuerzos de la sostenibilidad organizacional deben ser, cuando menos,
equiparables a la gestión de cada uno de los riesgos socio-ambientales
generados a sus grupos de interés. Una organización que sea cuestionada por el
manejo de agua –como en el caso de Paz de Ariporo y Hato Corozal, Casanare-
debe ocupar sus esfuerzos en manejar el costo de oportunidad de usar el recurso
escaso buscando consensos con la comunidad, entidades territoriales, órganos de
control y autoridades ambientales. Si el consenso implica una menor extracción
de hidrocarburos o minerales para no alterar el ciclo hídrico, esta decisión no
podrá verse como un costo para la organización, sabiendo que en todo caso, no
incorporar los límites físicos a las actividades económicas puede ser más
costoso para ésta en el mediano y largo plazo, y traerá mayores costos
ambientales y sociales con consecuencias inciertas para los colombianos. Analizar
las actividades minero-energéticas como sistemas abiertos les permitirá a
quienes gestionan sus operaciones con mayor racionalidad en búsqueda de la
sostenibilidad.
Son
tantos los frentes por atender en materia social y ambiental para este sector
de la economía, que resulta inconcebible que se utilicen recursos para
financiar actividades altruistas –muy valiosas por cierto- y que no se ocupen
de sus riesgos inmediatos. Las empresas minero-energéticas pierden una
oportunidad valiosa de ocuparse de sus verdaderos impactos, y mantienen el
sinsabor en la opinión pública de que son actividades con altos impactos y poca
gestión para resolverlos.
La
apuesta por una sostenibilidad fuerte, en la que se cuestione internamente la
senda de extracción y se reconozcan sus impactos en sistemas abiertos, aunada a
una estrategia decidida por gestionar adecuadamente los riesgos
socio-ambientales de sus actividades, es el escenario que todas las empresas
mineras y de hidrocarburos debieran tomar. Apostarle a la sostenibilidad débil es
transitar por un camino peligroso.